El viajero y su amigo dejan el coche en una explanada desierta.
—¿Es aquí? No hay nadie…
—Mejor.
Suben unos peldaños de madera y se dan de bruces con el templo de Segesta, en mitad del campo, entre montes rocosos y suaves colinas. Solemne y robusto, sus piedras doradas parecen brillar desafiantes bajo el sol. Mirando los detalles, el viajero recuerda gozoso aquellos términos que aprendió en su día: basa, fuste, capitel, triglifos, metopas, tímpano.
—Siglo V a. C. —lee, y los dos emprenden su lento caminar alrededor del templo.
—Es curioso —dice su amigo—. El perímetro está perfectamente conservado, pero no queda nada del interior.
—Aquí dice que no terminaron de construirlo. Fueron los élimos, que andaban peleados con los griegos de Selinunte. Tal vez hubo guerra y por eso no lo acabaron.
Se sientan sobre un banco frente al edificio y contemplan el juego de luces y sombras, entre el azul del cielo y el verde de los campos.
Un kilómetro y medio los separa del teatro. Ascienden por el camino, bajo el sol, y se dan la vuelta de vez en cuando para ver de nuevo el templo amarillo y sólido, allá abajo, en la soledad de su verde pradera.
El teatro, encaramado en lo alto, es pequeño y coqueto. Ante él se suceden pinares y tierras labradas, y montañas azules al fondo. Naturalmente, se imaginan a los élimos allí sentados, pendientes de la representación, con la campiña siciliana a sus pies. ¿Qué aspecto tendrían aquellas tierras hace 2500 años?
Un par de horas más tarde, llegan a las ruinas de Selinunte, antigua ciudad griega que llegó a contar con 100.000 habitantes. El viajero mira el plano, mira alrededor y exclama:
—¡Esto es enorme!
—Casi trescientas hectáreas, la mayor parte sin excavar —dice su amigo, y el viajero siente ganas de echar a correr para disfrutar cuanto antes de aquel gigantesco regalo. Ha leído un dosier que preparó su maestro para el viaje que hizo por aquellas tierras, así que decide que ya tiene suficiente información y guarda la guía. Quiere recorrer sin erudiciones las trescientas hectáreas salpicadas de templos para encontrar tal vez algún tesoro olvidado.
—Qué suerte estamos teniendo —dice su amigo—. ¡No hay nadie en ningún sitio!
Tienen la inmensidad de Selinunte, las enormes praderas, las ruinas milenarias, el mar y el cielo para ellos solos. Se encaraman a las pilas de sillares derrumbados, miran a lo lejos desde lo alto de un capitel, husmean por el suelo en busca de restos de cerámica, persiguen lagartijas y recorren a sus anchas las explanadas cubiertas de hierba y de flores. Desde el templo que hay en lo alto de un acantilado, miran las olas azules y espumosas romper contra la piedra.
Deshaciendo el camino, se cruzan con un hombre y una mujer que pasean por las ruinas junto a su perro y los saludan sonrientes.
—Dos personas —dice el viajero, entusiasmado—. Llevamos horas en uno de los yacimientos más espectaculares del Mediterráneo y nos hemos cruzado con dos personas.
El viajero se separa de su amigo, pasa por encima de sillares amontonados y se acerca a uno de los cortes que las excavaciones dejaron en el terreno. Se aprecian estratos de tierra arcillosa, ceniza, restos vegetales, algún hueso. Husmea agazapado a lo largo del corte hasta dar con algunos restos de alfarería que sobresalen aquí y allá. Hurga con el dedo, desprende trozos de cerámica negra, delicada y brillante, y resiste la tentación de guardárselos.
—¿Qué haces, comadreja? —dice su amigo, acercándose.
—Nada —dice el viajero—. No vaya a ser que otra voz de ultratumba me fulmine como el rayo de Zeus.
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