—Regatear en el zoco de Damasco —dice el amigo del viajero—. Y nos lo queríamos perder…
Caminan hacia la puerta junto a la estatua de Saladino. El viajero pasea alegre con su pintura bajo el brazo. Habría resultado más barata si hubiera contenido su vehemencia, pero aun así… Ojea los atriles de las últimas tiendas, iguales que los de las otras. Tendrá que conformarse con el cuadro.
—¿Qué buscas? —le dice un muchacho en inglés.
—Nada —responde el viajero.
—Puedo ayudarte. Mi padre tiene una tienda ahí detrás. Cosas buenas.
El viajero se detiene y le mira. Viste al modo occidental —vaqueros, camiseta, cazadora—, lleva el pelo engominado.
—No tiene lo que busco —dice el viajero—. He mirado en todas las tiendas.
—¿Qué buscas?
—Un atril. Pero no como estos.
—¡Tenemos atriles preciosos! ¡Muchos! Venid a verlos.
El viajero y su amigo se miran.
—¡No son como estos! —insiste el muchacho.
—Si quieres, vamos —dice el amigo del viajero—. Es pronto.
El muchacho les conduce a través de una calle perpendicular a la gran avenida, sucia y descuidada. Los muros de los edificios, en ascenso irregular, apenas dejan ver el cielo. Se cruzan con algunos viandantes. El muchacho señala unas estrechas escaleras emparedadas.
—Por aquí —dice volviendo la cabeza, sonriente—. Solo los sirios compran a mi padre. Por eso la tienda está escondida y no en la avenida del zoco. Allí solo van turistas.
Gesticula mucho al hablar, mira al viajero y a su amigo, ríe. El viajero y su amigo no recuerdan haber visto muchos turistas en el zoco. Normal, piensan, según están las cosas por aquí.
Las escaleras dan acceso a una galería de techo bajo y paredes desconchadas a la que se abren algunos locales. El muchacho, por fin, entra en uno de ellos. No parece una tienda: un mostrador destartalado, algunos estantes vacíos, un pasadizo al fondo. Dos hombres se levantan de sus taburetes, el muchacho se dirige a ellos en árabe y ambos entran al pasadizo.
—Calidad, eh —dice el muchacho.
—A ver si es verdad —dice el viajero.
—Pero hay que pagarla —el muchacho hace el gesto, tal vez internacional, del dinero—. No para turistas. No puedes llevarte un atril de calidad por el precio de uno malo.
Uno de los hombres resurge del pasadizo con una bandeja. Sirve el té en tres vasos. El muchacho ofrece uno al viajero, otro a su amigo, toma el último.
—El té de mi madre —dice—. Delicioso.
El viajero y su amigo esperan a que beba —¿demasiadas películas?— y toman un sorbo. Está aromatizado con hierbas y flores. Les recuerda al que tomaron, años atrás, cerca de Petra. El segundo hombre reaparece y despliega media docena de atriles sobre el mostrador. El viajero los contempla, contempla al muchacho y contempla a su amigo.
—Estos sí —dice. Su amigo asiente con discreción. Son gruesos y macizos, finamente acabados, con decoración geométrica y vegetal en plata, nácar y madreperla. El viajero toma uno. Pesa.
—¿Cuánto? —dice.
El muchacho indica los precios. El viajero suspira.
—Calidad, amigo mío. Ya lo ves.
—No tengo tanto dinero.
—Los tengo más baratos.
—No. Prefiero no llevarme nada. Muchas gracias por el té.
—Espera; ¿cuanto tienes?
—Cincuenta.
El muchacho se echa a reír.
—Es todo lo que me queda. Nos vamos esta noche. Si lo hubiera sabido…
—No puedo dártelo por cincuenta. Mi padre me mataría. Noventa, y ya me va a costar una bronca.
—No tengo noventa. Lo siento.
—¿Y tu amigo?
—Algunas monedas para cenar. Nos vamos esta noche. Nos lo hemos gastado todo. Pero mira, de verdad quiero llevármelo. Puedo darte cincuenta y diez euros que olvidé cambiar.
El muchacho suspira, se pasa la mano por el pelo.
—Se lo preguntaré a mi padre, pero no va a querer —dice sacando un viejo teléfono de debajo del mostrador. Marca. Habla a gritos, contrariado, como si tratara de convencer a alguien.
—Está fingiendo —susurra el amigo del viajero.
—Dame sesenta y los diez euros y es tuyo —dice el muchacho después de colgar.
El viajero suspira, le sirven más té. Mira a su amigo.
—Dame cinco en monedas —le dice en español.
Su amigo saca el dinero de un bolsillo, contándolo antes con los dedos. Se encoge de hombros.
—No more —dice. Y repite, en un susurro: «Regatear en el zoco de Damasco…».
El viajero pone los billetes, los diez euros y las cinco monedas sobre el mostrador.
—Esto es todo. Y nos quedamos sin cenar.
El muchacho le mira de reojo, bufa, sonríe. Hace un gesto a los hombres, que se ponen a envolver el atril en papel de periódico. Alza el vaso de té.
—Has hecho buena compra —dice.
Fin del viaje. Próximo destino: Tanzania.
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En un blog con tanta belleza dónde quedan las fotos del viajero?? Se echan de menos.
¡Muchas gracias! Alguna foto del viajero hay, de todas formas… En el relato de Palmira, creo.