Hace algunos meses publiqué en esta página un par de textos dedicados a recorrer los grandes clásicos griegos, que animaron a muchos lectores a adentrarse en ese mundo maravilloso. Hoy haré lo mismo con las obras más importantes de la literatura latina.
Cuando se trata de reivindicar la lectura de los clásicos, normalmente se nos dice que es importante porque nos ayuda a saber de dónde venimos. De dónde viene nuestra forma de pensar, nuestra lengua, nuestra legislación… Alguien podría decir que esto no tiene demasiado interés: «Vivimos aquí y ahora; ¡qué manía con el pasado!». «¿Qué me importa saber de dónde viene esto o lo otro? No voy a presentarme a ningún concurso de la tele». «Hay que ser prácticos». «¡Esto es el siglo XXI!». Etcétera.
Si hubiera que responder a estas sesudas objeciones, podría aludirse al placer de conocer: «¿No siente usted curiosidad, maldito ceporro?». Pero hay una razón más útil que enarbolar ante estos utilitaristas: saber de dónde venimos es un estupendo antídoto contra una de las grandes locuras de nuestro tiempo: el adanismo, la ilusión de habernos creado a nosotros mismos. Leyendo a los clásicos puede uno descubrir, por ejemplo, que no hemos inventado la democracia, ni la depilación masculina, ni los chistes verdes; que conocían el radio de la esfera terrestre, que escribían como los ángeles y que eran muy listos. Y por si esta sanísima experiencia no fuera suficiente, hay que leer los clásicos porque son maravillosos: fascinantes, divertidos, interesantísimos.
Decimos que las obras más importantes de la literatura latina son tesoros, monumentos, joyas, y no es una forma de hablar. Tampoco lo son solo para estudiosos y eruditos; no se trata de obsoletas piezas de museo, y quien las rechace como vejestorios caducos que ya no tienen nada que decirnos se equivoca del todo: hay en ellas más vigencia, más belleza y más verdad que en muchos de los premios literarios a la moda. Además, cualquiera con un mínimo interés y una mínima cultura puede disfrutarlas, aunque a veces exijan un esfuerzo que se verá recompensado con creces. Vamos a recorrerlas brevemente con esta guía, que pretende ser solo un mapa para que el aventurero pueda orientarse. Me detendré, tal vez caprichosamente, en aquellos libros que más me han gustado, porque mi propósito no es hacer un recorrido exhaustivo y sistemático (hay libros excelentes para ello), sino tratar de contagiar mi entusiasmo por esta literatura portentosa.
La gran literatura latina comienza cuando los romanos se fijan en la griega y empiezan a imitarla y desarrollarla adoptándola a sus gustos y necesidades. Así ocurre, entre los siglos III y II a. C., con Plauto, que se inspiró en Menandro y la comedia nueva griega para componer un buen número de obras teatrales divertidísimas. Son comedias de enredo llenas de chistes, parodias y obscenidades, en que se retrata jocosamente la vida cotidiana de la época. Que a veces se parece mucho a la nuestra:
Ahora, los chicos, ya antes de cumplir los siete años, si les tocas con la punta de los dedos, enseguida le rompen al maestro la pizarra en la cabeza. Si te vas a quejarte al padre, va y le dice al chiquillo: «Muy bien, eso es salir a los tuyos, eres capaz de no dejarte echar la pata». Luego se cita al maestro: «¡Eh, tú!, viejo imbécil, no le pongas la mano encima al niño por haber mostrado que tiene agallas». […] ¿Es que puede un maestro mantener su autoridad, si es él el primero en recibir palos?
(Las dos báquides, traducción de Mercedes González-Haba)
En Plauto se inspiraron nuestros dramaturgos del Siglo de Oro, Molière y Shakespeare, nada menos. Algo posterior es Terencio, quien también dice cosas que, por eternas, nos suenan:
¡Cuán injustos jueces son los padres con todos los jóvenes! […] Nos gobiernan según sus caprichos, los que tienen ahora y los que tuvieron en su día. Si alguna vez tengo un hijo, de verdad que ha de ver en mí a un padre indulgente, pues tendrá la oportunidad no sólo de que sepa de sus faltas, sino también de que se las perdone.
(El atormentado, traducción de Gonzalo Fontana Elboj)
Si damos un salto hasta la Época Clásica, nos encontramos, en la segunda mitad del siglo I a. C., con Lucrecio, autor de un extenso poema didáctico llamado De rerum natura, literalmente Sobre la naturaleza de las cosas. Con él, Lucrecio pretende liberar a los hombres del miedo a los dioses y a la muerte: aquellos, si existen, no se ocupan de nosotros, y esta no debe atemorizarnos porque tras ella, sencillamente, no hay nada. Defiende la doctrina atomista, según la cual solo existen los átomos y el vacío; todo es materia, el alma muere con el cuerpo. Tal vez sea un libro árido, pero contiene pasajes memorables como este, una desoladora reflexión sobre el amor erótico que empleé para mi novela Amar mal mata. La traducción de Francisco Socas es magnífica:
…no consiguen saciarse con ver en presencia sus cuerpos, ni con las manos nada consiguen raspar de sus miembros delicados, errando perdidos por todas sus carnes; con avidez encastran sus cuerpos y mezclan las salivas de sus bocas y apretando dientes contra bocas se echan el aliento: todo es en vano, y nada puede rasparse de aquello, ni penetrar ni perderse con todo el cuerpo en el cuerpo. Cuando por fin revienta el deseo agolpado en los nervios, por poco tiempo se logra una pausa del fuego violento; vuelve luego la misma locura y aquel arrebato primero, mientras que ya se preguntan ellos en qué acaba su deseo, y no consiguen hallar artilugio que venza sus males: hasta tal punto ignorantes se pudren en llaga secreta.
De esta época es uno de mis autores favoritos: Catulo. Sus Carmina constituyen otra de las obras más importantes de la literatura latina. Sensible y calavera, tierno y grosero, jocoso y grave, refinado, desmesurado siempre, capaz de escribir cosas como que necesita tantos besos de su amada «cuantas estrellas, en la noche silenciosa, / de los hombres contemplan los furtivos amores» (trad. de Antonio Alvar), y de comenzar un poema diciendo: «Por el culo os voy a dar y por la boca» (trad. de Juan Antonio González Iglesias); capaz de invitar a cenar a un amigo pidiéndole, eso sí, que lleve él vino y comida, porque su bolsillo está «lleno de telarañas», y de bromear con otro asegurando que al encontrarse a un hombre y una mujer en pleno acto sexual, a él «lo he atravesado con la mía dura»; capaz de escribir versos de rotunda sonoridad como «Nescio, sed fiero sentio et excrucior».
Otros dos grandes líricos de la época, que cantaron al amor como Catulo, son Tibulo y Propercio. Sus obras pueden leerse, junto con las de Lígdamo y Sulpicia, en un excelente libro de mi maestro, Antonio Alvar Ezquerra, titulado Poesía de amor en Roma (Madrid, Akal, 1993).
De Cicerón, filósofo, jurista, político, una de las grandes figuras de la prosa latina, cabría destacar el diálogo filosófico Sobre la naturaleza de los dioses y Sobre los deberes, pero yo recomendaría sus cartas, una auténtica máquina del tiempo que nos permite asomarnos a la Roma que le tocó vivir. Y dando un salto en el tiempo mencionaremos a Séneca, estoico entre los estoicos, que, además de sus tragedias, diálogos y consolaciones, escribió también cartas, las Epístolas morales a Lucilio. Famosa es la número 56; en ella, Séneca, que vivía encima de unos baños, asegura que es capaz de mantenerse sereno para el estudio a pesar del ruido. Y nos ofrece una maravillosa instantánea cuando describe las múltiples causas de este: los jadeos de los atletas, el jugador de pelota que cuenta los tantos, el camorrista, los que saltan a la piscina, el depilador, que
emite una voz aguda y estridente para hacerse más de notar y que no calla nunca sino cuando depila los sobacos y fuerza a otro a dar gritos en su lugar. Luego [añade] al vendedor de bebidas con sus matizados sones, al salchichero, al pastelero y a todos los vendedores ambulantes que en las tabernas pregonan su mercancía con una peculiar y característica modulación.
(Traducción de Ismael Roca Meliá)
Siguiendo con las cartas, no podemos dejar de mencionar las de Plinio el Joven; aunque muchas de ellas, en torno a su actividad forense, pueden resultar algo pesadas, las más íntimas, dirigidas a familiares y amigos, son deliciosas; aquella en que describe con primor su residencia campestre, por ejemplo, o cuando habla de su preocupación por la enfermedad de su esposa. Dos de estas cartas cuentan de primera mano, además, la erupción del Vesubio, lo que las convierte en testimonios de incalculable valor histórico.
Y aquí nos detendremos por hoy. Pronto publicaré la segunda y última parte de este recorrido por las obras más importantes de la literatura latina. Si quieres que te avise cuando lo haga (gratis, naturalmente), deja tu dirección de correo electrónico más abajo, donde dice «Boletín». No es para perdérselo, porque aún faltan algunos de los más destacados autores: Horacio, Virgilio, Ovidio… AVE!
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Que buenas páginas. Gracias!
¡De nada!
Sin duda apasionantes lecturas. Te lo dice un forofo de Virgilio. Seguiremos pendientes de la nueva entrega.
Excelente. Muchas gracias por hacerme recordar lo que más me apasionó en la adolescencia
Buenas, Muy interesante esta literatura tan explícita y agradable