—¿Qué ha sido eso? —dice el viajero.
—¡Mierda! —dice su amigo, y el coche empieza a renquear. Ambos se bajan y contemplan la rueda delantera izquierda, que ha reventado. Al amigo del viajero no se le da mal conducir por el lado correcto de la calzada, pero una roca totalmente cubierta de helechos en un caminucho medio tragado por el bosque…
—Lo siento, macho —dice.
—No, hombre; era imposible verla.
—Quién me manda meterme por aquí…
Conducen despacio en busca de un ensanchamiento donde cambiar la rueda. Los árboles frondosos ocultan las nubes, una luz pálida y débil los atraviesa trabajosamente.
—Aquí mismo —dice el amigo del viajero, y lleva el coche hasta una pequeña explanada junto al camino. Ambos bajan, sacan la rueda de repuesto y las herramientas. Llueve, hace frío y un viento salvaje les azota. El amigo del viajero coloca el gato; el viajero saca su paraguas para protegerle de la lluvia. Pero es inútil, porque llueve de lado, y una ráfaga de aire gélido enreda las varillas y hace un higo del paraguas.
—Ni cinco minutos me ha durado —dice el viajero.
Su amigo trajina con decisión. Retira los tornillos de la rueda inservible, coloca la de repuesto, sonríe empapado y cubierto de barro hasta las rodillas.
—Aventura, hermano —dice—; es lo que tiene.
Terminan y suben al coche. Se dejan entibiar por la calefacción durante unos minutos, fuman y prosiguen. Un par de kilómetros adelante llegan a un puente. Hay un muchacho de unos doce años aferrado al pretil por fuera, como a punto de saltar.
—Pero qué coño…
Detienen el coche y se apean. Un hombre robusto espera junto al muchacho. Lleva el torso desnudo, cubierto de tatuajes. El muchacho respira profundamente con los ojos cerrados, el río corre turbulento y rojizo entre rocas, cuatro metros por debajo. Todos callan.
—¿En serio va a saltar? —susurra el viajero—. El coche marcaba once grados.
Pero salta. En un abrir y cerrar de ojos se zambulle de cabeza, hábilmente, sin salpicar, y sale del agua. Asciende la ladera, vuelve al puente tiritando; el hombre robusto despliega una toalla, le envuelve en ella y le revuelve el pelo con su mano enorme, cariñoso. Ambos se alejan sin decir una palabra.
—¿Será una especie de rito de paso? —dice el amigo del viajero.
Vuelven al coche, prosiguen. El camino desemboca en una carretera serpenteante, mal asfaltada, al fondo del valle. Las laderas, cubiertas de vegetación, manan agua por todas partes. No se ve un alma. Valles, riachuelos, verde salvaje, niebla, soledad absoluta. Paran de vez en cuando para saludar a las simpáticas vacas con flequillo, para comprar leche en algún pequeño establecimiento, esa leche de sabor profundo, dulce y amable que beben a largos tragos en el coche, relamiéndose. Han dejado atrás Stirling, con su castillo soberbio y su monumento a William Wallace; la belleza oscura, inenarrable de Loch Lomond; St. Conan’s Kirk, la curiosa iglesia junto al Lago Awe en que pararon por casualidad, influida por Gaudí, reloj de sol, cruz celta, gárgolas y misteriosas inscripciones («Thy Sun Shall No More Go Down»); Oban, junto a la bahía, donde una amable anciana les había preparado el pantagruélico desayuno a base de bollos caseros, tostadas, huevos con beicon y té negro y fuerte. Y ahora atraviesan Glen Coe, encajonados por alturas rocosas tapizadas de verde. Detienen el coche, respiran profundamente el aire purísimo y frío, se sientan sobre una roca húmeda y se dejan embriagar por el fragor del agua que mana a borbotones en las alturas, por el paisaje vivo y triste, duro —los adjetivos se empujan en la mente del viajero—, soñoliento, indómito, inhabitable, místico…
—Es alucinante.
— Lo mejor de Escocia.
Un par de horas más tarde llegan a la pequeña población de Kyle of Lochalsh, junto al mar, frente a la Isla de Skye. Hay una casa preciosa que ofrece alojamiento y desayuno. Una señora lacónica abre la puerta y les mira de arriba abajo con aire desconfiado. Finalmente, les ofrece una habitación con dos camas. Es amplia y bonita, con enormes ventanales hasta el suelo que dan al mar. Se duchan y se adecentan, salen, recorren las calles mudas en busca de un lugar donde cenar. Optan por un restaurante vistoso. La chimenea está encendida, les atiende una muchacha lacónica con aire desconfiado.
—¿Haggis? ¿Pescado? —dice el viajero.
—Pregúntale qué recomienda —dice su amigo.
La muchacha se encoge de hombros y optan por la carne, atractivamente descrita en la carta. El amigo del viajero se encapricha de un vino español que le encanta a pesar de que triplica su precio habitual.
—Invito yo —dice.
—No jodas, hombre —dice el viajero— Estamos en Escocia, bebamos cerveza. No te gastes la pasta.
—Que tengo yo ilusión.
—Entonces no se hable más. Pero pagamos a medias.
—No.
La muchacha toma el vino de un botellero junto a la chimenea, lo descorcha y lo da a probar.
—Está como el caldo —dice el amigo del viajero.
—¿Puedes traernos una cubitera? Está un poco caliente —dice el viajero en inglés.
—Es vino tinto —dice ella—. Se toma del tiempo.
El viajero resopla.
—Se toma del tiempo a dieciséis grados. Aquí debemos de estar a veinticinco.
Después de cenar se acercan al castillo de Eilean Donan, recio y chaparro pero armonioso, evocador, sobre una isla diminuta conectada con puente de piedra. De noche, iluminado por los focos, tiene un aspecto evanescente. El viajero y su amigo se sientan en el suelo frente a él. La brisa mece su reflejo sobre el agua. Se reclinan, fuman.
—Es alucinante.
— Lo mejor de Escocia.
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