De vuelta en Bangkok, el viajero y su amigo han visitado la Mansión de Vimanmek, la casa de madera de teca más grande del mundo —81 habitaciones—, sin un solo clavo metálico. Inicialmente estaba en la isla de Ko Sichang, pero en 1900 se trasladó pieza a pieza hasta Bangkok. Al viajero le ha encantado pasear descalzo por sus gruesas y mullidas alfombras. El ambiente acogedor, los amplios ventanales, la calidez de la madera han tenido un efecto sedante sobre su ánimo, excitado después de tantos días de periplo por el país. Ahora, con la cámara ante los ojos, camina por los jardines, de espaldas, en busca de una buena perspectiva para fotografiar el estanque.
—¡Cuidado, cuidado, cuidado! —grita de pronto su amigo.
El viajero se detiene, aparta la cámara y mira a su alrededor. Tiene a los pies un varano, un lagarto de dos metros, enroscado, al que ha estado a punto de pisar.
—¡Coooño!
El reptil le mira con la boca abierta, contenido, y aprovecha el estupor del viajero para escapar. A los pocos segundos, bate con la cola el agua del estanque, lejos de ellos.
—¡¿Qué hace ese bicho aquí?!
—¡¿Y si llego a pisarle?!
Abandonan el recinto entre risas, lamentando no haber tenido tiempo de fotografiar al varano.
—En busca del fruto prohibido de Tailandia, ¿no? —dice el amigo del viajero.
—Por favor. Me muero de ganas.
Vagan por las calles buscando un puesto de frutas. Dan con algún tenderete disperso, se acercan:
—¿Durian?
Los vendedores, uno tras otro, niegan con la cabeza.
—Vamos, no me jodas —dice el viajero—. A ver si ahora no lo vamos a encontrar.
—¿Recuerdas cómo era?
—Tiene la piel parecida al jackfruit, con pinchos. Y huele apesta, ya sabes.
Finalmente, cerca ya del hotel, en un puestecito pequeño, dan con unos trozos envueltos en plástico transparente rotulado a mano: «Durian». Compran un pedazo, mucho más caro que los otros frutos, lo meten en tres bolsas anudadas una sobre otra y lo introducen en la mochila del viajero. Entran al hotel con aire furtivo, mirando de reojo, evitando al personal, y se meten en el ascensor. Allí, la señal que indica la prohibición de introducir el fruto prohibido de Tailandia en el hotel les recuerda su delito. Se miran, sonríen entre inquietos y divertidos.
—¿Cuánto era la multa?
—No me acuerdo.
Llegan a su habitación, echan el cerrojo y salen, paquete en mano, a la terraza. Comprueban que están demasiado altos como para que alguien les vea. No están seguros de la gravedad de la infracción, pero la llevan a cabo con toda ceremonia, como si estuvieran robando un banco. Retiran solemnemente el recubrimiento plástico y miran con reverencia el inofensivo pedazo de fruta.
—Tú primero —dice el amigo del viajero.
Este toma la pequeña bandeja y se la acerca a las narices. Un hedor a basura, descomposición y heces le inunda la boca.
—Vamos, no me jodas —dice—. No puede ser. Esto está malo.
—A ver —dice su amigo, y olisquea—. Joder, qué asco.
Devuelven el fruto a la mesita de la terraza, vuelven a contemplarlo.
—Será así, ¿no? Por eso está prohibido.
—¿Tú crees? Huele demasiado mal.
—Pero habrá que probarlo, ya que estamos.
Toman sendos pedazos con los dedos. La carne es blanda y pringosa. Mastican, respiran y escupen.
—¡Puaj!
—Incomible.
—Sabe un poco mejor que huele, ¿no?
—Sí, al menos es dulce. Pero sabe a basura, tío. Yo no quiero más.
—Yo tampoco: misión cumplida.
—¿Y ahora qué hacemos con el resto?
El amigo del viajero lo tritura sin contemplaciones entre los plásticos, lleva la bandeja al cuarto de baño, arroja el contenido al inodoro y tira de la cadena. Los pedazos del fruto prohibido de Tailandia sobrenadan, describen remolinos y desaparecen uno tras otro. Pero el nivel del agua comienza a ascender.
—No me jodas, no me jodas que se ha atascado —dice el amigo del viajero.
El agua continúa su ascenso hasta llegar al borde, se remansa y empieza a bajar poco a poco. Esperan a que alcance el nivel habitual. El viajero se ríe, a su amigo no le hace gracia.
—Cómo nos pillen… —dice.
Vuelve a tirar de la cadena y el agua repite su amenazante ascensión. El amigo del viajero corre hacia el armario y vuelve con una percha de alambre. La despliega e introduce uno de los extremos en el inodoro, removiendo. Tira otra vez de la cadena. Todo sigue igual.
—Joooder —dice—. Lo que nos queda de estancia vamos a tener que bajar al baño de recepción. Según tenemos las tripas.
El viajero se muere de risa.
—No te rías, cabrón. Como se dé cuenta la señora de la limpieza y encima nos claven una multa…
—Ya está amortizada. Ha valido la pena.
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Cuanto más conozco la historia más me gusta y disfruto con ella. Graciaaaass
¡Me alegro mucho! ¡Un placer, Laura!
Me gusta mucho la historia, me da mucha risa y curiosidad la fruta prohibida..