Un hombre sentado ante su pequeña mesa saca una rana gigante del barreño que tiene a los pies, la coloca sobre el gastado tajo de madera y la corta por la mitad de un hachazo. Repite la operación unas cuantas veces, introduce los trozos en una bolsa de plástico y se la entrega a su compradora, que paga y se marcha.
—A mí me gustó Kamphaeng Phet —dice el amigo del viajero—, con aquella estupa rodeada de estatuas de elefantes.
—68, nada menos —recuerda el viajero—. Y esos budas con los ojos cerrados —dos líneas de trazo exquisito, estilizadas, rasgadas casi hasta las orejas—, y el que había de pie en esa especie de ábside de ladrillo derruido…
—Y todo como en medio de la selva, entre árboles. Me encantó. Lo malo era el baño…
Las tripas del viajero y de su amigo empiezan a acusar los excesos, así que se ven obligados a obedecer sus cada vez más repentinas urgencias en los lugares menos apropiados.
Al lado del vendedor de ranas, una mujer ofrece, en una lona sobre el suelo, jengibre, hierba limón, hojas de lima y otras verduras y especias.
—¿Y qué me dices de Sukhothai? —comenta el viajero— con esos estanques cubiertos de nenúfares frente a las ruinas… Y el buda de quince metros…
—Eso es de lo más antiguo que hemos visto, ¿no?
—Sí. Siglos XII y XIII, creo.
Pasean ahora entre puestos de carne apilada sobre manteles de hule.
—Y el lago aquel en Phayao —dice el amigo del viajero— con las montañas al fondo…
—Y Lampang…
—Sí, llevamos un buen tute.
El guía les llama desde un tenderete.
—¿Queréis probar esto? —dice.
—¡Gusanos! —gritan el viajero y su amigo a coro.
—Sí, gusanos del bambú —dice el guía—. Fritos.
Toman sendos puñados y los prueban. Son crujientes y tienen un curioso gusto a pipa de girasol.
Salen del mercado y suben al coche. Pasan junto a un arrozal donde quince o veinte personas trabajan en la recolección. Están en Chiang Rai, al norte del país. Unos minutos más tarde se detienen junto a una plantación de piñas. El viajero y su amigo descubren que estas no nacen de árboles, sino del centro de plantas bajas con hojas lanceoladas, rígidas y puntiagudas. Una finísima serpiente se desliza con parsimonia sobre una de ellas.
Comienzan a subir las montañas; bordean valles escondidos, selváticos. Se detienen a repostar en una aldea que cuenta con un pequeño surtidor de gasolina. Una docena de niños se arremolina en torno a ellos pidiéndoles chicles y jugueteando con sus cámaras fotográficas, descalzos, los pies alegremente embarrados, entre gallinas y pequeños cerdos negros. Emprenden el descenso hacia el otro lado de la cadena montañosa, llegan al Mekong y toman una balsa que los pasea por entre promontorios cónicos, rocosos, casi completamente cubiertos de verde.
—Estoy totalmente desorientado —dice el amigo del viajero.
—Nos acercamos a la frontera con Myanmar, al norte de Chiang Rai —dice el guía—. Estamos en el Triángulo de Oro, una zona productora de opio.
—¿Se cultiva opio hoy en día? —pregunta el viajero.
—Sí, aunque mucho menos que antes. El Gobierno trata de erradicarlo, pero es difícil.
Visitan un pequeño museo sobre el tema donde contemplan antiguas pipas para el consumo de la droga y paneles que explican el proceso de elaboración. Hay también uno de los collares en espiral que llevan las célebres mujeres-jirafa, cuya tribu no van a visitar porque, según el guía, está ya muy corrompida por el turismo. El adorno pesa casi diez kilos, que, al presionar durante años sobre las clavículas de la portadora, hacen que su cuello parezca más largo.
Dos horas más tarde llegan a Wat Rong Khun, un templo aún en construcción, blanco como la leche y cubierto con teselas de cristal que lo llenan de destellos. Ante él, a ras de suelo, hay una superficie circular de la que se alzan brazos de yeso en actitud suplicante o agónica flanqueada por dos colmillos de un par de metros de altura, como si aquello fuera la boca de un enorme monstruo y la pasarela que conduce al puente, su lengua.
—Se comenzó a construir en 1997 —dice el guía—. Es una de las principales atracciones turísticas de Chiang Rai, pero a mucha gente no le gusta.
Tras el puente, sobre cuyo pretil se yergue la estatua de una criatura antropomorfa y gritona que parece amenazar con la cachiporra que lleva al hombro, está la construcción principal, colmada de dragones, volutas y perifollos flamígeros, como una enorme tiara de plástico y lentejuelas.
—Esto es una horterada, ¿no? —susurra el amigo del viajero.
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Vaya que voy disfrutando este viaje. La forma impecable como lo relatas me vuela la imaginación… y las anécdotas incómodas ¡me hacen reir muchísimo!
Mil gracias.
¡Cuánto me alegro! Seguiremos.
Se hacen breves tus letras amigo, quedamos con ganas de seguir…
Puedes seguir: las continuaciones de este relato ya están publicadas; es de hace unos meses. 😉
Logras llevarnos por eso mágicos lugares!