Luego de confundirse dos veces de autobús, el viajero y su amigo llegan al Palacio de los Normandos para visitar la Capilla Palatina. Mosaicos dorados, cegadores, de apabullante minuciosidad, de plasticidad delicadísima, cubren muros y arcadas, ábside y cúpula. El espacio, dividido en tres por hileras de arcos ojivales sobre columnas de mármol, es onírico, celestial, como el interior de una inmensa pieza de orfebrería. Cubriendo la nave central, un artesonado con mocárabes, como vivo, orgánico y latente; como la piel de un extraño ser de fábula.
–Siglo XII –lee el amigo del viajero.
Aunque el lugar suele recibir muchos visitantes, en ese momento, por alguna razón, están solos, y deambulan con reverencia tomando fotografías. Después, el viajero se sienta y deja que sus ojos deambulen también a capricho. Tiene la extraña impresión de que puede fundirse con aquella belleza, o ella con él; de que esta es capaz de penetrar como por ósmosis e iluminarle dentro, embellecerle, dejarle un sello indeleble en el alma que le haga salir de allí transfigurado.
Finalmente, abandonan el lugar como a la fuerza, en silencio. Recorren a pie una larga avenida, callejean luego y llegan a un monasterio de aspecto anodino.
–¿Esto es? –dice el viajero–. ¿Estás seguro?
Su amigo consulta el mapa y asiente. Hay un cartel junto a la puerta que no deja lugar a dudas: Catacumbas de los Capuchinos.
Pagan las entradas y descienden la escalera hasta un corredor oscuro que huele a humedad. Sus ojos, hechos al sol de Palermo, tardan en acostumbrarse. Avanzan unos pasos y, de pronto, se ven rodeados de cadáveres que llenan, a ambos lados, las paredes blancas, metidos en nichos y hornacinas, levemente inclinados hacia adelante. Los cuerpos aparecen erguidos y endomingados, con carteles al cuello en los que aún se leen sus nombres y profesiones. La boca desencajada este, tieso el cuero de los párpados aquel y dos más allá, ladeados el uno hacia el otro, como en plena conversación.
El corredor se prolonga interminablemente en fúnebre perspectiva: docenas, cientos de cadáveres en fuga sobre los muros.
–Hay más de ocho mil momias aquí –lee el amigo del viajero–. La primera, de 1599. En el siglo XX se interrumpió la práctica. Están clasificadas por oficios, por sexos…
Avanzan. A derecha e izquierda se abren otros pasillos igualmente atestados de difuntos. Uno de ellos parece mirarlos con cuencas vacías. El labio superior, acartonado y roto, espeso bigote, pende del hueso por la comisura izquierda.
–Es curioso –dice el viajero–. Nos parece morboso porque no estamos acostumbrados a contemplar la muerte. Para los que lo hicieron, esto debió de ser un signo de fe y de esperanza.
–Ya sabía yo que te ibas a poner a filosofar –dice su amigo.
–Solo una sociedad profundamente católica, confiada en la resurrección de la carne, podía crear algo así, exhibir a sus muertos de este modo. ¡Recuerda que has de morir, recuerda que has de resucitar! Es una chulería. ¡Aquí no tenemos miedo, usté! Pero ahora, morbosos y descreídos, lo entendemos como el escenario de un cuento de terror, como algo impúdico. Por eso no dejan sacar fotos.
El viajero contempla los rostros deshechos con mirada triunfal. Doblan a la izquierda, luego a la derecha, luego otra vez a la izquierda. Muertos y más muertos y paredes encaladas. Luz mortecina, silencio. Pierden la orientación y continúan al azar.
–Esa chulería –sigue el viajero–, esa actitud desafiante, está también en los nombres. Angustias, por ejemplo. ¡Llamar a tu hija Angustias! ¡O Soledad! ¡Qué salud, qué fuerza! Solo una civilización convencida del poder redentor del sufrimiento, de su capacidad de dar fruto y de su última derrota pone a sus hijos esos nombres. ¡Dolores, qué bonito llamarse Dolores!
–Estás loco.
Los muertos son niños ahora. Algunos, bebés. Tiesos y rotos, vestidos de encaje polvoriento, como viejas muñecas desbaratadas. Al final del recorrido, en una vitrina, el último cuerpo allí depositado, una niña que murió en 1920 a los dos años de edad. El embalsamador fue tan hábil que la pequeña parece dormir. Los rubios mechones del flequillo, lacios y brillantes, reposan sobre una frente lisa, rosada, turgente. Un amplio lazo amarillo, de aspecto sedoso, adorna su linda cabellera. Sobrecogen el sosiego y la paz que irradia. La miran durante un par de minutos, lamentan otra vez no poder tomar fotografías y continúan.
En un recoveco diminuto, de ocho o diez metros cuadrados, cerrado con una reja, hay cuatro cuerpos al fondo, erguidos, y dos delante en sarcófagos con tapas de cristal. El viajero no puede contenerse y saca sigiloso su cámara. Están solos, no hay peligro de que nadie los vea. La coloca sobre la reja, ajusta los parámetros a la escasa luz y dispara.
–Signoreee!!! –suena una voz tonante que parece provenir de las alturas. El viajero da un respingo y mira hacia arriba.
–¡Hay cámaras de seguridad, idiota! –dice su amigo.
–Signoreee!!! –se oye otra vez, y luego un parrafada en italiano, en tono de enojo, que retumba por los pasadizos.
El viajero y su amigo corren hacia las escaleras, suben y dicen al hombre de la taquilla, que es quien les ha hablado por megafonía:
–Disculpe, disculpe, habíamos entendido que no se puede hacer fotos con flash.
El hombre sonríe y agita las manos como aceptando aquella excusa barata.
–No, no se puede hacer ninguna clase de fotos –dice, paciente.
El viajero y su amigo prometen que no volverá a ocurrir y bajan de nuevo las escaleras para seguir paseando entre difuntos.
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Me impresionan los recorridos en un continente siempre tan «lustroso». Me impresiona esa niña rubia. Usted conoce el niño del plomo? Es un niño inca que encontraron unos arrieros en la montaña de los andes, en perfecto estado de conservacion a fines de la decada de los 80.
Ese instante congelado de la existencia humana siempre en su cultura dominante, ya sea aqui o allá.
Al final tenemos mensajes detenidos como eso de los nombres. La palabra que baja del cielo para mostrarnos una pequeña parte del universo.
Que inspirador por todos lados, seguir con sus ojos territorios desconocidos. Me recuerdan algunos viajes. Por un momento recordé la ciudad vieja de Jerusalem, que tiene bajo sí otra ciudad subterránea, y cierta vez que bajé a una catacumba en un kibbutz…
Me gusta su descripcion, alcanzo a oler la que viene debajo como la ciudad vieja, solo que necesitamos leer mas!
Saludetes
me encanta! Me dejó con ganas de saber más ..
Pues ya tienes el siguiente capítulo publicado. ¡Gracias!