El viajero elige su cangrejo de herradura, ese extraño animal con forma de platillo volante y un largo espolón en lo que parece su parte trasera. El camarero lo saca del acuario.
—¿Cómo quiere que se lo preparen? —pregunta en inglés.
—Como sea costumbre —dice el viajero, que nunca ha comido cangrejo de herradura. Está en aquella marisquería que visitó con su amigo un par de semanas atrás, a la que prometieron volver para probar el extraño bicho. Pero su amigo ha comprado pan de molde y jamón cocido en un 7-Eleven y se ha quedado en la habitación del hotel; no quería seguir maltratándose las tripas a unas pocas horas de meterse en el avión de vuelta a casa. El viajero, tripas maltrechas y todo, es incapaz de quedarse en el hotel durante su última noche. Así que aguarda, sentado ante la mesa impecablemente vestida, a que llegue su cangrejo de herradura.
Que no tarda: pocos minutos después tiene ante sí un plato de ensalada y otro con el crustáceo (¿será aquello un crustáceo?) abierto por su parte frontal. Para sorpresa del viajero, dentro no hay carne, sino unas grandes huevas de color verde. El camarero le indica que se comen mezclándolas con la ensalada. El viajero se relame, porque le encantan las huevas de peces y mariscos. Toma unas pocas con la punta del tenedor para saborearlas sin mezcla. Tienen un fortísimo sabor marino, a pescado seco, como a ostra reconcentrada. Le cuesta tragar, da un sorbo a la cerveza y prueba por segunda vez. Aquellas píldoras de mar estallan en su boca saturándola de algas, sal y peces en la arena.
«Tal vez mezclándolas con la ensalada, como me han dicho…». Y la ensalada suaviza efectivamente el sabor de las huevas, pero le resulta demasiado ácida —lleva mucha lima— y, sobre todo, picante. El viajero comienza a retirar la increíble cantidad de guindilla que le han añadido, hasta hacerla comestible. Y come, ¿qué va a hacer?, pensando en el pan de molde y en el jamón cocido de su amigo.
Cuando sale del restaurante aún es pronto. Saca el mapa de su mochila y traza mentalmente el camino hasta la Plaza Siam, que parece ser un lugar de ocio nocturno. Pasa por delante del hotel, toma una ancha avenida, gira a la izquierda y se adentra en una calle llena de pubs. Un hombre grueso y rubicundo, de aspecto anglosajón, se cruza con él haciendo carantoñas a las dos muchachas, casi niñas, que rodea con sus brazos, una a cada lado. El viajero tuerce a la derecha, sigue otra avenida y llega, minutos más tarde, a la Plaza Siam.
Hay grandes edificios modernos, carteles luminosos y ríos de gente desplazándose en todas direcciones. Y un Hard Rock Cafe con música en directo al que el viajero se asoma. El ambiente es agradable y la banda toca bien, guitarras graves y profundas, muy distorsionadas, sonido empastado y un bajo y un bombo bien integrados que retumban en el pecho. Pide una cerveza, mira a su alrededor: botelleros, camareros agitados, luces de neón, cócteles que se alzan y actitudes perfectamente occidentales.
El viajero se apoya en una columna y sigue atentamente un par de canciones. Dos jóvenes tailandesas le miran desde la barra. Se acercan, finalmente, y le saludan. El viajero devuelve el saludo y vuelve a fijarse en la banda.
—¿Quieres otra cerveza? —pregunta una de las chicas.
—No, gracias —contesta, escamado, el viajero.
La chica pide para ella y para su amiga.
—¿De dónde eres? —pregunta a continuación.
—Español.
—Hablas buen inglés.
—Tú también.
Llegan las copas, la joven saca su tarjeta de crédito e indica que cobren también la cerveza del viajero, que mira la escena desconcertado. Lamentando su error, comienza a tratarlas con afabilidad. Charlan un rato, le preguntan por sus impresiones sobre Tailandia, el viajero paga la segunda ronda y, después de un par de horas, salen juntos a la calle. Las chicas llaman a un taxi.
—¿Quieres que te pidamos uno a ti? —pregunta una de ellas—. Podemos darle nosotras tu dirección; muchos taxistas apenas entienden el inglés.
—No, gracias —dice el viajero—. Me apetece caminar.
—Ten cuidado: Tailandia es un país tranquilo, pero algunas zonas de Bangkok pueden ser peligrosas.
—Gracias. Habéis sido muy amables conmigo. Ha sido un placer conoceros.
—Igualmente.
Suben al taxi y el viajero echa a andar con sincera sonrisa. «La nota dulce del día», piensa.
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Casi pude sentir el picor de las guindillas pero no puedo imaginar las perlas verdes del cangrejo. Me causan escalofríos! Gracias Eduardo, hasta encontrarnos en Italia!!
Al viajero también le dio algún escalofrío que otro… 😉
Como siempre, disfrutando y sintiendo los aromas y sabores exóticos a través de tus historias…
Ci vediamo pronto!!
¡Gracias, Ana! ¡Pronto, pronto!
Ameno, como siempre
Gracias Eduardo.