—¿Cuál es el plan para hoy? —pregunta el viajero.
—Alrededores de Bangkok —contesta su amigo.
Entran al restaurante del hotel a desayunar. Toman asiento, beben agua, piden café y té y se incorporan de nuevo para elegir la comida. Llaman su atención las exóticas frutas: una con la piel rosa y protuberancias como escamas, de carne blanca parecida a la del kiwi; una especie de peras rojas, otras esféricas, de aspecto leñoso y color morado… Y papayas, y mangos, y rambutanes.
—No estará la fruta prohibida, supongo —dice el amigo del viajero.
—Tenemos que enterarnos de eso. Me tiene en ascuas.
Junto a las frutas, en pequeños cuencos, hay un polvo anaranjado que el amigo del viajero se apresura a probar con una cucharilla.
—Vamos, no me jodas… —dice.
—¿Qué? —pregunta el viajero.
—Pica.
—¿Cómo que pica?
—Pica que te cagas. Es azúcar, pero pica. Probablemente lleva polvo de guindilla. Por eso tiene ese color. Están locos…
Dan cuenta de los frutos comentando sabores y texturas, prueban zumos variopintos entre sorbos de té y de café. Un hombre de rasgos mestizos, muy moreno, con bigotillo azabache se les acerca y se presenta como su guía. Habla bien el español, casi sin acento.
—Mi madre era española y mi padre tailandés —dice—. Cuando estéis listos, nos vamos. Os espero en recepción.
Allí, el guía les explica su itinerario por los alrededores de Bangkok. En primer lugar, una plantación de cocoteros donde se elaboran diversos productos: leche, pasta y ralladura de coco, una especie de miel y un licor suave, dulce y refrescante que beben con fruición.
Varios hombres trajinan frente a amplias ollas bajas puestas al fuego en las que se cuece el jugo de los cocos. Sobre una mesa hay una fila de botellas llenas de agua y, en cada una, un pez combatiente siamés. Las botellas están separadas por láminas de cartón para que los animales no se vean unos a otros y evitar así que se exciten tratando de pelear. Al lado, en una vieja bañera desconchada, una tortuga enorme, bulbosa, de cabeza picuda y aspecto fiero. Algunos trabajadores hacen gestos indicando que no deben tocarla, porque muerde.
Mientras su amigo golosinea entre los géneros elaborados a partir del coco, el viajero trepa por una escala de bambú hasta lo alto de una palmera y arranca algunos frutos bajo la sonriente mirada del dueño de la plantación, que le anima desde abajo. Luego se despiden y parten hacia uno de los mercados flotantes que hay en los alrededores de Bangkok.
Por un estrecho canal de agua turbia, entre edificios de madera, se desplazan docenas de pequeñas embarcaciones a remo. El viajero y su amigo, sobre una de ellas, preguntan al guía acerca de todo lo que llama su atención. Aprenden los nombres de las frutas con que se han desayunado (pitaya, longan, mangostán), prueban algunas diferentes y se acuerdan del fruto prohibido.
—¿Por qué en el ascensor del hotel hay una señal con una fruta tachada? —pregunta el viajero.
El guía hace una mueca de asco.
—Está prohibida en los hoteles y en el transporte público —dice.
—¿Por qué?
—Porque huele apesta.
—¿Cómo se llama?
—Durian.
—¿La venden aquí?
—Sí. Pero huele apesta.
El viajero y su amigo se miran emplazándose tácitamente a probarla en otro momento. Pasan por entre dos barcas, rozándolas, que ofrecen anchos sombreros de fibras vegetales. Miran embobados a una bellísima mujer que acerca uno de ellos, con una pértiga, al comprador en la orilla. Se detienen junto a otra pequeña embarcación en la que una anciana rugosa fríe trozos de plátano rebozado. Son crujientes por fuera, muy dulces, de sabor intenso.
—¿Por qué en el hotel había azúcar picante para el desayuno? —pregunta el amigo del viajero.
—Para impregnar la fruta —responde distraídamente el guía.
De vuelta en el centro de Bangkok, después de sufrir un interminable atasco, el viajero y su amigo pasean en busca de un sitio donde cenar. Por encima de ellos hay carteles luminosos, coloridos, en inglés y en tailandés. Pasan ante un McDonald’s donde una figura de su famoso payaso, perfectamente adaptado a la cultura local, saluda sonriente con las manos unidas a la altura del pecho. Al doblar la esquina, se topan con un joven elefante que recorre la acera junto a su amo.
Finalmente, encuentran un restaurante que les interesa. Hay dos o tres viveros con mariscos extraños: gambas de pinzas azules, una especie de pequeñas langostas y animales semiesféricos con aspecto de platillo volante y un largo espolón en lo que parece su parte trasera. Se deciden a entrar. Es pequeño y luminoso, con mesas exquisitamente dispuestas. Piden tres o cuatro platos de aquellos curiosos mariscos, unos a la plancha, otros guisados con salsa picante, la carne frita y desmenuzada de las pequeñas langostas… Queda pendiente el cangrejo de herradura, que es como se llama, según han podido averiguar, el insólito bicho semiesférico.
Después de la cena se acercan hasta el río, donde tiene lugar una vistosa celebración. Junto a la orilla, miles de personas depositan en el agua unas bandejas circulares, flotantes, decoradas con flores. En el centro de cada una de ellas hay una vela encendida. El agua se va llenando de las pequeñas barquitas luminosas y sus llamas se reflejan en ella, llenando la noche de fuego.
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