—Y me dice que no tiene barcos —dice Campos—. Y yo, «pero Domenico, si llevo tres días escribiéndote y llamándote tratando de cerrar el asunto y me has dicho que no me preocupara». «Un imprevisto», dice; «es que…». ¡No me jodas!
—Y nos quedamos sin Capri —dice José María.
—Para la próxima —dice don Miguel.
—Al menos estuvimos en Positano —dice el viajero—. La comida en aquella terraza encima del mar estuvo bien.
—Muy bien.
—Los spaghetti alle vongole estaban de muerte.
Llegan, por fin, hasta una de las joyas del viaje. Dejan el coche y caminan junto a la verja que rodea el yacimiento. A través de ella ven, de pronto, sobre una explanada cubierta de hierba, entre arbustos, higueras y cipreses, uno de los templos de Paestum, dorado y grave, una gema antigua engarzada en el verde y el azul tajante del cielo. Se detienen; el viajero alza las cejas, respira profundamente y empieza a lanzar palabras de entusiasmo.
—Dios… —dice José María.
—Ahí lo tienes —dice don Miguel.
—Qué pasada —dice Campos.
Continúan sin quitarle ojo, deteniéndose a cada paso para hacer fotografías, hasta llegar a la puerta de acceso.
Cuando entran, apenas hay gente en las ruinas. Van derechos al templo, se deleitan ante él unos minutos. Las columnas son especialmente robustas, más gruesas en su parte central, acanaladas. El entablamento se conserva en todo el perímetro: arquitrabe sostenido por los adustos capiteles, muy próximos; friso con sus triglifos y metopas, los dos frontones. Líneas puras y severas, la rotunda elegancia del dórico.
—¿De qué época es? —dice Campos.
—Siglo V a. C. —dice don Miguel—. Dedicado a Poseidón o a Hera, no se ponen de acuerdo.
Saltan al interior. Allí están las columnas de la cella, en dos pisos. El viajero se acerca a una de ellas, sigue su ascenso con los ojos, pasa la mano por las acanaladuras, tan anchas ahora. El sol enciende el interior del templo, que arde cálido; algo en aquel juego de luces y sombras, desplazándose lentas, incendia el rescoldo: al viajero le envuelve la personalidad dialogante, viva, de un viejo hogar.
Los cuatro deambulan de luz a sombra y de sombra a luz, paran, miran a lo alto, se lanzan miradas de asombro. No queda rincón en que respirar ni columna en que apoyarse, pero se resisten a abandonar el templo.
—¿Vamos?
—Venga.
Y nadie se mueve.
Salen por fin, mirando atrás, y caminan sobre la hierba hasta otro de los templos de Paestum, más antiguo, peor conservado, pero magnífico. El arquitrabe limita con el cielo. Lo rodean siguiendo con los ojos el ritmo de las columnas blancas. Y avanzan por el yacimiento hacia el foro romano, el pequeño anfiteatro, el heroon semienterrado, cubierto aún a dos aguas con tejas, y el tercer templo, dórico con algunas columnas jónicas, que fue después iglesia. Todo entre pinos, higueras, cipreses, sabinas; todo entre el verde y el azul.
Los viajeros toman café antes de acceder al museo de Paestum. Cerámica griega, bronces primorosamente trabajados, las metopas, que muestran en relieve episodios mitológicos, plásticos y expresivos, con toda la amable y tosca belleza del periodo arcaico. Y los frescos increíbles de la tumba del nadador.
—Frescos griegos de hace 2500 años —dice el viajero—. ¡Te cagas!
Ante sí tienen las cinco caras interiores de la tumba. Sobre ellas, en vívidos colores, una escena de banquete. Varones musculosos, con coronas que parecen de olivo, beben reclinados en lechos, ante mesas bajas, sosteniendo sus delicadas copas de cerámica negra. Uno de ellos acaricia la cabeza del efebo que tiene al lado, otro toca la flauta, otro juega con el kylix. Es un ambiente suave, refinado, erótico.
Y, en la cara interna de la tapa de la tumba, una imagen tan rara y hermosa que los viajeros la contemplan durante minutos: otro hombre desnudo salta, desde cierta altura, al agua, apenas una mancha de azul pálido en la parte inferior de la pintura. Líneas sinuosas de marrón forman dos árboles mínimos a izquierda y derecha. Todo lo demás, blanco. Completamente estirado, eternamente suspendido en el aire blanco, el joven saltador. La estilización, la monocromía, la delicadeza de los trazos dan una imagen onírica, encantadora, que embelesa. Dicen que el salto al agua representa el tránsito de la vida a la muerte del difunto, y el viajero piensa en aquellos ritos en que las mujeres de la antigua Grecia se bañaban antes del matrimonio.
Salen del museo y se sientan a comer en un restaurante con vistas a los templos de Paestum. Piden cuatro pizzas y cuatro cervezas. Y, después de los cafés, como aún es pronto, deciden internarse en el Valle de Diano hasta Padula. José María conduce como loco por las carreteras sinuosas. Campos y el viajero empiezan a marearse.
—Suave, cabrón, que vamos a echar las pizzas.
—Nada, hay que llegar cuanto antes.
Padula es una hermosa población que se derrama sobre una colina redondeada. Allí está la Cartuja de San Lorenzo, un imponente complejo monástico de 50.000 metros cuadrados y más de 300 habitaciones. Apenas hay visitantes, así que las recorren a sus anchas, admirando la arquitectura y la profusa ornamentación barrocas. Abundan los altares decorados con elementos vegetales en taracea, blancos y azules sobre fondo negro, primorosamente trabajados. En la cocina, con una chimenea del tamaño de una habitación, se elaboró, cuentan, una tortilla de mil huevos para el emperador Carlos. El claustro es enorme y severo; lo recorren despacio al caer la tarde.
—Aquí pone que es el más grande del mundo —dice el viajero—: 12.000 metros cuadrados.
En un extremo está la doble escalera helicoidal, imponente y grácil. Hay también una sección dedicada al arte contemporáneo. Se detienen ante una pared completamente desnuda, con un pequeño cartel que les informa de que, en algún lugar bajo ella, se esconde un poco de oro.
—¿Esto es arte? —dice José María.
—¿Qué pinta en un lugar como este? —dice Campos.
—Ya sabes —dice don Miguel—: hay que aunar tradición y modernidad. No vayan a pensar que los cartujos son unos carcas.
Salen por los jardines y rodean el edificio camino del coche. En una especie de callejón, cerca de la entrada, hay un montón de basura: bolsas negras, papeles, platos de plástico.
—¿Cómo pueden tener esto así, junto a la entrada a un monumento que es patrimonio de la humanidad? —dice José María. Los demás se encogen de hombros.
Dos o tres horas más tarde vuelven al restaurante Primavera, dispuestos a aprovechar su última noche. Descorchan un Chianti y cada uno pide su plato predilecto. Después, esos helados exquisitos, increíblemente cremosos y sabrosos, de pistacho, de chocolate negro, de zuppa inglese.
La señora que les ha atendido durante aquellas noches trae la cuenta, sobre la que ha escrito un enorme «gracias», y les invita a grappa y limoncello.
—Señores —dice Campos alzando su copa—, ha sido un honor y un placer compartir este viaje con ustedes.
—Por el próximo —dice don Miguel, brindando.
—¡Por el próximo!
Fin del viaje. Próxima parada: Egipto.
Si quieres que te avise (gratis, naturalmente) cuando publique el siguiente relato,
deja tu dirección de correo electrónico en este enlace, donde dice «Forma parte de esto».
Y no olvides visitar la bandeja de correo no deseado, porque es posible que los mensajes se almacenen allí.
Si te ha gustado este viaje a los templos de Paestum, te gustarán:
Me ha gustado mucho. Casualmente esta mañana he estado leyendo cosas sobre los templos de Paestum y el fresco del nadador y ti descripción me ha servido para dar vida a la ruinas.
Gracias
Qué coincidencia… Me alegra que te haya servido.