El despertador suena a las cuatro de la mañana. El viajero y su amigo, incapaces de abandonar la cubierta del barco, la agradable conversación y el gintonic antes de medianoche, hacen terribles esfuerzos para abrir los ojos.
—Hoy me acuesto después de cenar.
—Y yo.
Desayunan en silencio, gruñidores, entre grandes tragos de té y de café. Se untan de crema solar las pobres pieles nórdicas y miran por la ventana del camarote: el Lago Nasser, inmóvil como un espejo, y sus riberas arenosas, desoladas. Y los templos de Nubia, ocultos en alguna parte.
—Esto es Mordor, muchacho —dice el amigo del viajero.
Descienden la pasarela y se reúnen con el guía. El sol recién nacido abrasa, pero vuelven a estar despejados y emocionados. Toman un borroso camino; el viajero lo abandona pronto para levantar piedras en busca de bichos. Cuando el guía se percata, le grita:
—¡Nooo! ¡No salgas del camino!
—¿Por qué? —dice el viajero regresando.
—Hay serpientes venenosas. Se esconden bajo la arena y, si las pisas, ¡zas!, te muerden en el tobillo. Y no hay antídoto en el barco, porque cada dosis cuesta seiscientos euros y caduca a las pocas semanas.
—Siempre igual —dice el amigo del viajero—; no puede ir como las personas.
Bajo la entrada del primer templo, el de Amada, hay un hombre oscuro y gordo que juguetea con un escorpión. Los pilares, de sección cuadrada, están cubiertos con grandes jeroglíficos y sobre los muros aparecen varios faraones y dioses vivamente policromados. Visitan también el templo de Ramsés II, con su avenida de esfinges, el de Kalabsha y algunas tumbas solitarias, bellísimas. Al viajero le gustan la arena roja, el cielo de esmalte, el silencio, el polvo, las construcciones milenarias perdidas en el desierto, recorrer los caminos desdibujados entre una y otra y visitarlas a solas, lejos de las multitudes que abarrotan los monumentos al norte de la presa. Se detiene frente a la representación de un difunto rodeado de cruces ansadas como símbolo de renacimiento, contempla un relieve de Min, el dios itifálico, acaricia las estatuas semienterradas que jalonan los caminos.
De vuelta al barco, dos hombres aparecen de la nada y les ofrecen huesos y dientes de cocodrilo. El viajero ya tiene su diente, mucho más grande que los que ahora le muestran, pero compra otros para que su amigo Héctor El-Turko se haga un collar.
Media hora más tarde se refrescan en la piscina.
—Qué calor he pasado, muchacho —dice el amigo del viajero.
—Y eso que hemos salido al amanecer…
—Pero merece la pena. ¡Estábamos solos!
—Alucinante. Menuda experiencia. Los templos de Nubia…
—¿Tomamos el vermú?
El viajero se echa a reír.
—¿Qué hora dices que es? —pregunta.
—No sé… ¿La una?
—Las diez y media de la mañana.
—¡No jodas! ¿Y qué hacemos todo el día?
—Leer y descansar. Así esta noche podemos trasnochar otro poco en la cubierta.
—Hecho.
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Sería un bonito viaje.
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