Al atardecer, desde el monte del castillo, las ruinas de Palmira, color de desierto, sangran. Los templos, la espina dorsal de columnas, la articulación del tetrápilo parecen hundirse en la arena. El oasis se oscurece contra un horizonte espejismo.
–Allí está el teatro –dice el guía–. Se conserva muy bien. Por toda la ciudad hay inscripciones en un dialecto del arameo con letras muy raras. Te va a encantar.
Bajan a la ciudad moderna, pobre, sucia y hermosa. El guía se aparta para hablar por teléfono.
–Malas noticias –dice–. Había reservado en un restaurante muy bueno, pero resulta que el gobernador de la provincia está aquí con un embajador y han elegido justo ese sitio para cenar. Voy a buscar otro.
El viajero, su amigo y el conductor se sientan ante una de las cuatro mesas diminutas que hay frente al establecimiento más cercano. Piden té y un narguile. Pasan coches desvencijados que hacen mucho ruido; la iluminación mortecina, anaranjada, resalta los desconchones de los carteles comerciales. El conductor no sabe una palabra fuera del árabe, pero les anima a fumar gesticulando con su bigote negro y espeso como el betún. El viajero intenta, libro en mano, que le enseñe a articular los fonemas imposibles de su lengua. El conductor pronuncia y se ríe; el viajero refunfuña y anota; fuma, bebe. Humo y té, calientes y dulces. Los hombres sentados en las cercanas mesas hablan a voces, acogedoramente. Uno de ellos se aproxima chapurreando español y les ofrece sendos billetes iraquíes con la efigie de Sadam Husein. Vuelve el guía.
–No hay problema: resulta que el gobernador se ha enterado de que el restaurante había cancelado nuestra reserva y ha dicho que no es necesario, que podemos cenar todos juntos. Os va a encantar el mansaf. ¿Vamos?
El encargado del restaurante les hace pasar a una enorme jaima en ele con bancos corridos y mesas bajas en todo su perímetro. Se sientan donde les dicen y poco después entran el gobernador y el embajador, acompañados de bellísimas mujeres y docenas de hombres que van ocupando sus puestos. Con ellos irrumpe un bullicio alegre, ensordecedor. Los integrantes del pequeño grupo tienen que apretarse unos contra otros para dejar sitio a la comitiva. El viajero y su amigo se miran asombrados.
–¿Qué queréis beber? –pregunta el guía.
–¿Cerveza?
–Me temo que no.
–Agua.
Estalla la música. Cuatro sirvientes entran portando una enorme bandeja de cordero flanqueada por antorchas. Tras ellos, otros cuatro, y otros cuatro más. Las depositan sobre las mesas centrales y comienzan a trinchar. Minutos después, los visitantes tienen ante sí una fuente de cordero, arroz y otro cereal verdoso que no identifican, y un bol de yogur. Se relamen, toman finas tortas de pan y preparan el primer bocado. La carne tiene un sabor muy fuerte, dulce, suavizado por los cereales y el frescor agrio del yogur y el gusto resinoso de los piñones.
Siguen otras viandas –ninguna como el mansaf– que el viajero y su amigo devoran sistemáticamente. Por último, los almibarados pastelillos –hojaldre, almendras, pistachos, miel–, que saborean entrecerrando los ojos, sin tregua, hasta quedar hundidos entre los cojines, boqueando como peces.
–Mi reino por un orujo –dice el amigo del viajero.
Una de las mujeres que acompañan a los dignatarios empieza a cantar. Todos vuelven la cabeza hacia ella. Es algo dulce y triste que rima con el humo sensual de los narguiles, anchas vocales salpicadas de consonantes arenosas. Los hombres fuman y callan, bajan los ojos, se estremecen.
A la mañana siguiente recorren la avenida, junto a una hilera de puestos de dátiles que brillan melosos al sol –negros, rojos, amarillos–. Un vendedor les chista insistentemente. Se acercan. El hombre extrae, de una caja de zapatos, una lucerna de las miles que aparecen por entre las ruinas de Palmira.
–Barato –dice.
Frente al museo, el león de Al-lat, la vieja diosa preislámica, tallado en arenisca, tres metros y medio de alto, quince toneladas, melena de llamas sólidas como racimos, protegiendo a una gacela entre sus garras. El viajero piensa en Isaías: «El lobo y el cordero pacerán juntos, y el león, como el buey, comerá paja, y el polvo será alimento para la serpiente». Hay una inscripción sobre su pata izquierda, que el guía traduce: «Bendito de Al-lat el que no derrame sangre en este santuario».
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Muy emocionante y descriptivo el relato,me gusto.
¡Me alegro! ¡Gracias!
Necesito conocer la segunda parte, gracias por compartir tu vida, saludos
¡Ya está publicada! ¡Gracias!
Incita a visitar ese bello país.
Me alegra leer eso.
Gracias por tus relatos de viaje
¡Gracias a ti!
Espero el siguiente…gracias
¡Ya está publicado!
Excelente relato ya estará en mi agenda para viajes pendientes !Gracias por compartir