En una gran hondonada, varios metros por debajo del nivel de la calle, están las ruinas de Herculano. Los viajeros las contemplan absortos desde arriba. Se les antoja una maqueta, un venerable juguete metido en su gigantesca caja de piroclastos y cenizas compactadas, bajo la lámpara del sol italiano.
—Todo esto salió del volcán —dice Campos señalando el corte del terreno.
—Hasta veinte metros —dice don Miguel—. Creo que el material era distinto del que cubrió Pompeya. Ha permitido que Herculano se conserve muy bien.
Toman una de las calles principales y miran a izquierda y derecha los muros de las casas. No tardan en acceder a una. Comienzan las expresiones de entusiasmo, admiración y asombro, que se sucederán durante toda la mañana. Se detienen ante frescos y mosaicos, contemplan las techumbres y vuelven a salir. Imposible no imaginar a los antiguos habitantes en sus actividades cotidianas, hablando y gritando el latín popular de la época, saludándose, anunciando mercaderías. Hay una taberna con su mostrador cubierto por irregulares placas de mármol entre las que se abren las bocas de las tinajas que contenían los productos en venta. El viajero mete la mano y saca un puñado de piroclastos, bolitas de piedra ligera y porosa arrojadas por el volcán.
—¿Ruinas de Herculano? —dice Campos—. ¡Esto no son ruinas!
Deciden guardar el mapa y empezar por perderse. Se maravillan ante los restos en madera: una especie de somier, una prensa, las hojas de un portón, una celosía… En las termas, techos abovedados con acanaladuras, piscinas, mármoles, un mosaico de Tritón en blanco y negro. Una casa conserva las habitaciones del piso superior, en otra destaca el impluvium, estanque para recoger el agua de lluvia que caía de la abertura en el techo; otra cuenta con un magnífico mosaico mural que representa a Neptuno y Anfitrite en vivísimos colores.
—Lo impresionante es que estamos dentro de las casas, que se conservan hasta los techos —dice el viajero—. Normalmente hay que imaginárselo, porque no queda casi nada. Pero aquí se respira el ambiente.
—Es alucinante —dice Campos.
Llegan a la terraza de M. Nonio Balbo, una plaza rectangular, elevada, abierta al mar por uno de sus lados. Bajo ella están los Fornicis, almacenes portuarios en los que yacen cientos de esqueletos.
—Fueron descubiertos en 1980 —lee el viajero—. Parece que trataron de escapar por mar, pero no había embarcaciones suficientes. Se refugiaron aquí y la erupción los alcanzó.
—Qué agonía, chaval —dice Campos—. Pobrecillos. Estas sí que son las ruinas de Herculano.
—Ya ves… —dice el viajero—. Entramos a sus casas, husmeamos entre sus cosas, y los pobres aquí tirados como colillas.
Algunos esqueletos parecen abrazarse.
Unas horas más tarde acceden a una pequeña tienda en Torre Annunziata. Venden embutidos, quesos, aceitunas, pasta de una fábrica local. Preguntan a la encargada si puede prepararles unos panini. Eligen los ingredientes: salami picante, queso y tomate seco para José María; atún y rúcula para don Miguel… Toman cerveza del refrigerador y la señora les invita a sentarse en la trastienda. Comen deleitándose, se dan a probar los unos a los otros.
—¿Qué sabemos de Domenico? —dice José María.
—Me llama en media hora —dice Campos.
Después, la señora les ofrece dulces típicos, caseros, muy bien elaborados. Eligen dos paquetes de pasta para prepararse una buena cena a la vuelta del viaje, se despiden de la encantadora mujer y cruzan la calle hacia uno de los yacimientos más interesantes y menos visitados de la zona: la Villa de Popea, segunda esposa de Nerón.
Es un complejo enorme, lleno de frescos primorosos: plantas, pájaros, fuentes, alimentos, trampantojos, escenas mitológicas, todos muy bien conservados. Cruzan el atrio, pasan por el propíleo; entran al lararium, donde se rendía culto a las divinidades protectoras de la familia; recorren pasillos y galerías, acceden a la inmensa sala de banquetes, a las letrinas, a la cocina, que conserva sus fogones; se detienen ante los diminutos pajarillos pintados en los muros, fotografían el famoso cesto de higos y otro de frutas cubiertas con un velo. Y salen al jardín donde está la enorme piscina, sesenta metros de largo por diecisiete de ancho.
—Cómo se lo montaba esta gente —dice don Miguel.
De camino a casa, José María señala en restaurante de carretera que no tiene buen aspecto.
—Hablan bien de él —dice.
—Pues luego venimos a cenar —dice Campos.
Y así lo hacen. Dos horas más tarde siguen hasta su mesa a la propietaria, una mujer regordeta, desenvuelta y simpática que chapurrea español. Descorchan una botella de Chianti, al que se aficionaron durante su anterior viaje por la Toscana, y brindan.
—¡Qué bien huele! —dice Campos.
—Son estupendos en nariz —dice el viajero.
—Pero pierden en boca —dice José María—. Les falta cuerpo. Pasan como el agua. ¡Si es que no tienen clima!
—Qué finos sois —dice don Miguel, y da un sorbo—. Pero es verdad.
Llega una fritura de pescado y calamares, frescos y sabrosos, muy bien hechos. Y siguen los platos de pasta que la dueña les ha recomendado: con pulpo para José María, ravioli de queso con salsa de limón y almejas para don Miguel, spaghetti ai frutti di mare para Campos y el viajero. La alabanza es unánime.
—Si es que no saben hacerlo mal —repite don Miguel—. Ni aposta lo hacen mal.
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Descripción que atrapa.
Me encanto el relato y la descripcion tan detallada.
Fui de la mano de los viajeros.
gracias por la oportunidad de permitirme leer un trozo de tan maravillosa Novela narrativa y descripcion ., que atrapan tan detallada de todo el ambiente. Me encanto toda , pero sobre todo lo de los platos italianos , los describe con tanto sabor que hasta hambre me dio, jaja!. L e felicito
Me tarde un monton en leerle , pero no tenia mi comp.
¡Muchas gracias, Carmen!
Encantadora descripción, ligera y detallada ?
¡Gracias!
Me encantan los relatos que me dirigen a la investigar lugar, fecha, imágenes, la historia…saludos..
Si bien describes con total claridad cada momento, me encantaría, si tienes a bien compartir conmigo una foto de ese recorrido.