«¿Adónde irá esa moto?», piensa el viajero. Es una moto pequeña, vieja y destartalada que, envuelta en nube de polvo, recorre uno de los caminos desiertos en torno a las ruinas de la antigua Apamea.
—… fundada en época helenística —se oye al guía— por Seleuco I Nicátor, uno de los generales de Alejandro Magno, que le puso el nombre de su mujer: Apama. Pompeyo la conquistó en el siglo I a. C. y pasó a formar parte del…
El viajero se aparta para rumiar la situación. Salta sobre un enorme capitel corintio que yace en el suelo, pone los brazos en jarras, respira. Las dos hileras de columnas se alejan precisas por la llanura verde, flanqueando el enlosado de la calle, entre sillares graníticos amontonados. Los fustes más cercanos están bellamente cubiertos de acanaladuras helicoidales. Un tenue velo de nubes filtra los rayos de sol que entibian la brisa. Agrada la soledad. Solos el viajero, su amigo y su cicerone. Y la moto distante, que se adentra ahora en el camino hacia las ruinas.
—El cardo máximo —continúa el guía, acercándose— medía dos kilómetros. Era uno de los más largos del Imperio. Las columnas tienen nueve metros y están…
Y enmarcan, al fondo, áridas colinas salpicadas de casas grises. El viajero repara en dos simpáticos falos curvos esculpidos simétricamente sobre la cornisa de la columnata. Junto a ellos, también tallada en piedra, una flor. Y al lado, tal vez otra flor, tal vez un sexo femenino, en que penetra tal vez otro falo, tal vez un pez. Más allá, conchas, que el guía no se atreve a nombrar porque aprendió español con argentinos.
—Un terremoto la destruyó en el año 115 d. C., pero volvieron a levantarla. Llegó a tener medio millón de habitantes. En el teatro cabían veinte mil personas. Era un importante centro de comercio, famoso por sus caballos. Allí estaban el templo de Zeus y el ágora. Y las termas, pero no queda prácticamente nada.
No importa. Quedan las columnas como lluvia de flechas y los sillares perdidos que salpican el verde. Y la soledad. Y la moto, quejándose ya muy cerca.
—¿Adónde va? —dice el viajero.
—Aquí. Querrá venderos algo.
Toma una última curva sobre las colinas circundantes; el piloto ayuda con el pie, empuja y ambos enfilan el último tramo del camino. Es un hombre mayor, con la piel de tierra. Detiene el viejo vehículo, lo asegura, mete ambas manos en los bolsillos y, sin mediar palabra, las extiende ante ellos. En la izquierda, un pequeño ungüentario de cristal, sucio y algo roto; en la derecha, un puñado de monedas diminutas, negruzcas, indescifrables. Y una blanca y voluminosa. El viajero la toma con curiosidad reverente. Es pesada, de formas suavemente protuberantes. En el anverso, el perfil de Atenea tocada con su casco; en el reverso, una lechuza, una luna menguante, hojas de olivo y las letras alfa, zeta, épsilon: un tetradracma de plata, acuñado en Atenas durante el siglo V a. C. El mercader mira al viajero con ojos oscuros y velados, sonrientes.
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