El viajero se detiene a contemplar otra vez la catedral de Edimburgo, que en realidad no es catedral, con su corona de piedra en lo alto de la torre. La Royal Mile, que une el castillo, sobre un negro bloque de roca, con el Palacio de Holyroodhouse, está abarrotada de gente. Es el Fringe, el gran festival veraniego, y por toda la calle hay músicos, malabaristas y actores en torno a los que se concentran nutridos grupos de curiosos. El viajero oye gaitas y tambores, se apresura y se cuela por entre la gente hasta alcanzar la primera fila. Hay un gaitero enorme vestido con falda de tejido tosco en tonos marrones, larga y poblada barba gris, una boina de punto ladeada, expresión adusta y fiera. Toca algo que al viajero le suena antiguo, popular. Junto a él, tres hombres con sendos timbales gigantes sujetos a los hombros y la cintura. Uno de ellos llama la atención: tiene el pelo lacio, casi color platino, y la barba con mechones rojos como el fuego. Golpea su tambor con furia y lanza, de vez en cuando, profundos gritos que enardecen al público. Los timbales resuenan con estruendo, acelerándose, retumbando en el pecho del viajero, y la gaita puntea ágil sobre ellos. La gente golpea el suelo con los pies, sigue el ritmo con palmas. Es una música enérgica, descarada, con algo de militar. Da ganas de correr, de gritar como el rubio percusionista. Termina la canción y el enorme gaitero dice algunas palabras con fortísimo acento escocés, bromea y presenta al grupo: Saor Patrol. El viajero toma la firme decisión de comprarse una gaita.
Cuando la actuación termina, continúa descendiendo la Royal Mail con paso firme, al ritmo de la música que aún percute sus venas. Se detiene frente a un joven con el torso y la cabeza cubiertos de pintura roja. Lleva anchos pantalones amarillos salpicados de la misma pintura, sujetos con una corbata igualmente roja a modo de cinturón. Tiene el pelo muy corto, a excepción de cuatro mechones engominados en forma de cuernecillos puntiagudos. Entre sus manos, una bola de cristal baila con suavidad líquida, hipnótica. El joven concentra la mirada en algún punto ante sí, los ojos feroces y azules contrastando vivamente con el rojo. Junto a él, sobre la pared negruzca, hay unas palabras en tiza: «Scottish, NOT British».
El viajero prosigue y no tarda en toparse con un escaparate que muestra una hermosa gaita de largos tubos torneados, profusamente adornada, la bolsa cubierta de terciopelo verde. Dentro, dos ancianos, sentados el uno frente al otro, tocan cambiando alegres miradas. El viajero espera a que terminen. Lee un cartel: «No dejas de tocar cuando te haces mayor, te haces mayor cuando dejas de tocar». Es una tienda muy pequeña, abigarrada, de aire antiguo. Tras la última nota, uno de los ancianos le mira sorprendido, como si acabara de reparar en su presencia, y pregunta qué desea.
—¿Tienen gaitas para principiantes? —dice el viajero.
—Aye —responde. «Sí».
Le muestra unas cuantas, el viajero elige, el hombre se la afina y le da un par de consejos y trucos.
El viajero desciende feliz, con el estuche al hombro, una de las calles laberínticas que bajan de la Royal Mile. Edificios viejos la enmarcan con sus sillares más o menos ennegrecidos, como un caótico ajedrez. Al salir de ella continúa por Market Street. Llama su atención un malabarista que descuella por encima de la multitud. Está encaramado a un monociclo de tres metros de altura. Lleva el torso descubierto, dos gruesos pendientes en los pezones, cuatro o cinco implantes a lo largo del esternón, bajo la piel, como placas óseas de reptil y dos alas enormes tatuadas sobre la espalda. Es rubio teñido y enclenque. Se hace llamar Space Cowboy, habla resuelto y simpático al creciente público que le observa extrañado de su aspecto. Hace algunos trucos realmente sorprendentes, todos aplauden. Entonces, siempre en lo alto del monociclo, toma un machete, una hoz y una antorcha encendida, se cubre la cabeza con un grueso paño oscuro y hace con ellos imposibles juegos malabares, rodando atrás y adelante. El viajero no da crédito. Toma algunas fotografías y se aleja mirando atrás. Llega tarde a la cita con sus amigos en los jardines de Princes Street, una verde pradera salpicada de sauces a los pies del castillo cuyo césped refulge bajo el amable sol de agosto.
—¿Qué llevas ahí?
—Me he comprado una gaita.
Se sienta sobre la hierba, abre el estuche e intenta torpemente arrancarle al instrumento algunas notas. Todos quieren probar.
La casa de sus amigos está en una de esas calles en forma de media luna que llaman crescents. Han preparado una copiosa cena a base de carne de angus para despedir a los visitantes, que vuelven a casa a la mañana siguiente. El chasquido de las cervezas que se abren suena con regularidad. Hablan a gritos, cambian la música, ríen. Terminada la carne, el viajero y su amigo salen al tejado por un amplio ventanal y se sientan ante él sobre las tejas. Fuman despacio contemplando el horizonte enrojecido. Son las once y la noche aún no se ha cerrado. El entramado regular de la Ciudad Nueva —que data, sin embargo, de los siglos XVIII y XIX— se extiende a sus pies; a pocas manzanas se intuye la rotonda donde se alza la estatua de Sherlock Holmes, cerca del Conan Doyle, uno de los pubs más célebres de Edimburgo, ambiente cálido, maderas oscuras, papel en las paredes, incontables cuadros de marcos sobredorados, donde las pintas de ale desfilan ya entre vinos, porque hace tiempo que perdió su carácter popular.
—Buen viaje, ¿no? —dice el amigo del viajero.
—Cojonudo.
Poco después abandonan la casa de vuelta a la Royal Mile. Pasan junto al monumento a Sir Walter Scott, una imponente torre neogótica de más de 60 metros, como un pináculo huérfano de catedral, perdido en medio de la calle. La piedra es de un negro profundo y sucio debido, escucha el viajero, a la contaminación de la época industrial. Dicen que aún rezuma una sustancia negra y oleosa.
Cruzan el puente, ascienden una de las angostas calles que desembocan en la Royal Mile —tal vez la misma que el viajero recorrió horas antes— y entran en un pub pequeño y acogedor. Los entendidos proponen una degustación de whiskies que el viajero y su amigo aceptan encantados. Hay uno de Islay, intenso sabor a turba; otro de Speyside, fruta madura y caramelo; otro de las Highlands, criado en barricas de jerez, exquisito…
A la mañana siguiente, el viajero y su amigo colocan sus exiguos equipajes en el maletero del coche, montan y reparan en un papel bajo el limpiaparabrisas. El amigo del viajero se apea y lo examina.
—¡No me jodas! —dice—. ¡Otra multa!
—Pero aquí se podía aparcar —dice el viajero.
Se vuelven hacia una pequeña señal sobre la acera, leen.
—Hoy no. Mierda.
—Igual no nos llega…
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Te compraste una gaita??? Has conseguido hacerla sonar??☺
Sí. Horriblemente.