El amigo del viajero, que lleva diez minutos escuchando con atención a Hassan, comienza a hacer aspavientos y a asentir efusivamente.
—¿Qué dice? —pregunta el viajero.
—Que si les acercamos en el coche a ver a unos parientes que viven en un pueblo a las afueras de Marrakech. El hombre ya no puede conducir y llevan mucho tiempo sin visitarles. Mais oui, bien sûr! —exclama como reprochándole tanto circunloquio.
Una hora más tarde, después de la siesta, el amigo del viajero conduce por la planicie desértica que rodea Marrakech. A su lado, indicándole el camino, Hassan. En el asiento de atrás, su esposa Wasima, su hija mayor y el viajero.
Al llegar tienen que dejar el coche junto al camino; el pueblo (en realidad una pequeñísima aldea) está sin pavimentar, lleno de baches, piedras y socavones. Tres niños que juegan a la entrada con una pelota de papel se interrumpen para contemplarles. En torno a una minúscula mezquita, cinco casas, todas de adobe, encaladas por última vez años atrás. Hassan entra a una de ellas. Dos muchachas observan al viajero y a su amigo desde una esquina cercana, ríen, cuchichean y se esconden cuando ellos las miran.
Minutos más tarde sale de la casa un anciano con su chilaba ocre y su sencillo gorro de tela, barba blanca y escasa, manos de raíz de olivo. Les mira profundamente con ojos velados, exclama en árabe; parece agradecerles que hayan hecho posible la visita. Acto seguido, les conduce hasta una estancia rectangular, apretada, por cuya puerta entra la luz del patio. Wasima les deja y vuelve al rato con otras dos mujeres, una más o menos de su edad, otra bastante más joven. Colocan sobre la mesa una bandeja con pan, mantequilla, té y una especie de aceitunas pasas. Dos niños miran con curiosidad desde la puerta. La pequeña, de unos tres años, se calza las deportivas del viajero y deambula patosa frente a ellos, tropezando. Una de las mujeres se levanta, coge a la niña en brazos, le revuelve cariñosamente el pelo, la besa y vuelve a sentarse con ella sobre las rodillas.
Llega más gente: una mujer vestida con un chándal y otros dos niños pequeños; al rato, las muchachas que miraban desde la esquina, aún tímidas y sonrientes, acompañando a quien parece ser su madre; luego, un hombre joven y fornido, un muchacho con diez u once primaveras, otra mujer… Parece que ya están allí todos los habitantes de la aldea. Se van acomodando en el banco corrido e incorporando a las múltiples conversaciones. El viajero los mira a todos con discreta curiosidad, como le mira a él el mayor de los niños. De pronto, este se levanta e indica al viajero que le siga. Llegan a un patio trasero donde comen paja una burra y su retoño, que tiene un mirar limpio y simpático. El viajero lo acaricia, el animal chupetea sus manos. Junto a ellos, una construcción cónica, de barro, con una pequeña puerta.
—Al-hammam —dice el muchacho. Un baño de vapor.
En el cuarto adyacente, sobre el suelo, rescoldos y cenizas, ollas carbonizadas, una vieja tetera, un fuelle. En otra habitación, una cocina algo más moderna. Al viajero le parece increíble que, en un pueblo a las afueras de Marrakech, aún haya gente viviendo así.
Vuelven junto a los demás. El amigo del viajero charla con todos a la vez, ríe sonoramente. Pasa la mano por encima del hombro del viajero cuando este se sienta.
—Mon ami! —exclama—. ¡Quién te iba a decir que ibas a acabar merendando mantequilla y aceitunas en un pueblo a las afueras de Marrakech!
Los lugareños les animan a salir para mostrarles los alrededores: algunas tierras de cultivo más allá de las casas, un campo de golf a lo lejos, donde al parecer trabaja alguien de la familia; un polvoriento rebaño, algunas palmeras… Anochece. Sobre el horizonte, el perfil negro de Marrakech, hiriendo el ocaso con sus alminares. El viajero toma una fotografía y vuelven a la casa.
Allí les espera un hombre muy joven, lampiño. Dicen que es el imán. Saluda a los visitantes y todos se sientan sobre gruesos cojines de cuero, en el patio. Tendido de punta a punta sobre él hay un alambre del que cuelga un farolillo de luz cálida y escasa, ampliamente sobrepujado por la luna. Una de las mujeres trae un bonito aguamanil con que se lavan las manos. El imán, que habla algo de inglés, explica al viajero las diferencias entre el árabe clásico y el moderno. Y le enseña a contar:
—Wahid, itnaan, zalaza…
Dos de las mujeres colocan una mesa baja entre los cojines.
—Arba’a, jamsa, sitta…
Llegan los platillos de ensalada —tomate, cebolla, pimiento, comino…— y las tortas de pan, que Hassan va cortando en pedazos triangulares.
—Saba’a, zamania…
Y el plato principal: un guiso de cordero con aceitunas, cubierto de patatas fritas.
—Tisa’a, ashara.
Llevan trozos de pan a las ensaladas y a la fuente de cordero, indescifrablemente especiado, masticando y charlando entre muros de adobe, en un minúsculo pueblo a las afueras de Marrakech, bajo la luz de la luna. El viajero trata de retener cada sensación, cada voz, cada rostro, el olor del aire, los sabores, porque el viaje se acaba. Pero el jovencísimo imán le interrumpe de cuando en cuando para hacerle recitar la lección:
—Wahid, itnaan, zalaza…
Y le mira asintiendo despacio a cada palabra, sonriente.
Próximo destino: Tailandia. Si quieres que te avise cuando publique el siguiente relato,
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Me encantó tu relato. Gracias por compartir!!
Espero ansiosamente el siguiente destino: Tailandia!!
¡Gracias, Ana! Espero no tardar en compartir esos próximos relatos.
Muy interesante me gusto mucho porque por medio de tu relato pude conocer dicha ciudad espero el proximo viaje a Tailandia.
Eso es exactamente lo que pretendo, Mónica, así que me alegra mucho lo que dices. Espero que los relatos sobre Tailandia te gusten también.
Lla cadencia que das a tus relatos me ha atrapado. Voy a seguir leyendo todo lo que has publicado y estoy ya esperando tu viaje a Tailandia. Gracias Eduardo por compartirlos.
Eso me anima a seguir. Muchas gracias, Gabriela.