—Puede uno imaginarse a los pompeyanos perfectamente —dice un guía a su nutrido grupo de hispanohablantes.
Los viajeros recorren una de las avenidas principales de Pompeya, entre sólidos edificios, sobre el sólido empedrado, bajo la luz sólida. La ciudad parece dormida, en momentánea pausa. El viajero camina como tratando de no perturbar el descanso, de no provocar un ruido que podría hacerlos desaparecer a todos. Porque no es que uno pueda imaginarse a los pompeyanos perfectamente. Al viajero se le antoja al revés: los turistas son los imaginarios. Parece que los pompeyanos han salido todos de excursión y una tropa de extraterrestres ha tomado sus calles. Entra furtivamente a la Casa del Poeta Trágico, uno de los principales edificios de Pompeya, con la impresión de ser un intruso, temiendo que le muerda el perro.
En el foro, la impresión se disipa. Sobre el cielo inmaculado se recorta, a lo lejos, el negro Vesubio, destructor de Pompeya, patrón de los arqueólogos. De allí salió, hace casi 2000 años, la nube con forma de pino que Plinio el Joven describe en su carta. Y la ruina se hace palpable. Hay una vasta construcción moderna en que se apilan miles de ánforas. Los viajeros las contemplan aferrándose a los barrotes del enrejado que impide el acceso. Allí están algunos de los famosos vaciados que todos fotografían, fósiles blancos de las víctimas del Vesubio.
Una hora más tarde entran en la Villa de los Misterios, otro de los principales edificios de Pompeya, a través de una galería porticada con columnas de ladrillo. Vuelven a admirar los techos y las pinturas murales, se pierden por las estancias, consultan su guía, se detienen, comentan. ¿Cómo es posible que haya tan poca gente visitando aquella maravilla? Y llegan a la gran sala de los frescos. Los colores son tan vivos que se miran extrañados. Rojos, morados, amarillos, verdes. Una mujer que parece peinarse lanza una profunda mirada oblicua, vívida, penetrante, severa. El viajero trata de captarla con su cámara de fotos.
Se sientan a unos metros de la villa, bajo los pinos frondosos, a descansar.
—¿Un cigarrito? —dice don Miguel a Campos. Ambos lían con parsimonia, charlando, y fuman. José María y el viajero trazan mentalmente la ruta con el mapa desplegado ante ellos. Deciden evitar el prostíbulo, sin duda atestado de gente, y se proponen visitar las termas, el teatro y otros de los principales edificios de Pompeya.
—¿Qué sabemos de Domenico? —pregunta José María.
—Que en media hora me llama —dice Campos.
En lo más alto del teatro, mirando alrededor, las palabras admirativas se les agotan. Mueven solo la cabeza, se encogen de hombros, suspiran. De pronto, una joven se cuela por entre entre ellos, salta la valla de madera que tienen delante y prosigue con toda naturalidad. Viste un mono blanco; parece formar parte del personal de la excavación.
—Ciao, bella —dice el viajero, que empieza a adaptarse. Y la muchacha, nada más doblar una esquina, reaparece un instante, inclinando su cuerpo hacia atrás, toda sonrisa; alza la mano y, como en un anuncio de perfume, les dirige un ciao enérgico y musicalísimo, encantador. Los cuatro se dan la vuelta riendo y cabeceando.
—Son únicas —dice Campos.
De vuelta en casa, el viajero decide salir a dar una vuelta. Desde el coche ha visto una granja con grandes animales negros que le han parecido búfalos, y quiere hacerles una visita. Camina paralelamente a la carretera, las botas empiezan a llenársele de barro. A su derecha, el sol se pone detrás del mar.
Pasan unos minutos hasta que divisa la cerca que rodea la explotación. Los animales levantan sus cabezas hacia él y comienzan a acercarse. El viajero arranca algunas hierbas, se aproxima y las tiende a través del cercado. Las búfalas le miran con mansedumbre y comen, empujándose despacio unas a otras. El viajero pasa un rato alimentándolas y acariciándolas y vuelve al torreón. Allí se ducha y se recuesta para seguir leyendo las cartas de Plinio. Y se adormece hasta que, desde la planta inferior, le llegan unas notas que conoce. Campos ha puesto «Portrait of a Headless Man» en el reproductor de música que —siempre previsor— ha traído desde España. El viajero le alaba el gusto y se sienta a escuchar.
—Son espectaculares —dice.
—Sí, tío; suenan muy bien —dice Campos.
—Son de Atenas. No de Noruega ni de Suecia. Unos sureños asaltando el trono del death metal sinfónico… El Mediterráneo siempre tiene la última palabra.
Ponen después algo de Chris Cornell y algo de Chester Bennington, reciente y tristemente desaparecidos. Hasta que don Miguel y José María bajan también, porque ha llegado la hora de cenar.
Unos minutos más tarde, vuelven al restaurante Primavera. La simpática mujer de la noche anterior les acompaña hasta su mesa y descorcha para ellos un tinto de San Gimignano, anunciándoles que han encendido la brasa y que tienen unas carnes estupendas. No hace falta insistirles mucho. Llegan un par de suculentas ensaladas de lechuga, rúcula, tomate y mozzarella.
—He visto que hay una granja de búfalas aquí cerca —dice el viajero.
—¡Claro! La mejor mozzarella es de aquí, de Campania —dice la señora, que les deja también unas rebanadas de pan tostado con trozos de guindilla y aceite.
La carne es tierna y sabrosa, con un agradable gusto a leña. Toman luego unos helados y se sientan afuera, grappa y limoncello en ristre.
—Mañana, entonces, volvemos a Amalfi, ¿no? —dice el viajero.
—Sí —dice Campos—. Cogemos el barco y a Capri. El mar estará perfecto.
—¿Te ha llamado Domenico? —dice José María.
—No.
—Es acojonante —dice don Miguel echándose a reír.
—¿Y tendrá barcos disponibles?
—Me aseguró que sí…
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Mujy bueno el relato Agradecida al viajero
Broche de oro para terminar el trayecto por Pompeya, entre el recuerdo de las cartas de Plinio el joven relatando la tragedia al recorrer las ruinas y la letra de ese «retrato de un hombre sin cabeza»; junto al atardecer campestre dando de comer a las búfalas, la buena mesa, la picardía, etc., tanto contraste impacta para bien, sin duda. Es un deleite leer tus narraciones, posees un sello original y diferenciador.
¿Se viene la Isla de Capri ya? Quizás qué aventura habrán experimentado estos viajeros.
¡Muchas gracias! Fue un día de contrastes, sí. Del siguiente relato solo puedo adelantar que será el último de este viaje…