El ventilador gigante sacude las páginas de Sinuhé, el egipcio. El viajero, que lo había estado buscando entre sus libros durante días, recordó de pronto dónde estaba justo cuando iba hacia el coche para salir camino del aeropuerto. Subió a saltos las escaleras, lo recuperó y volvió al coche entre los gritos de su amigo, que le regañaba porque ya era tarde. Y ahora, sobre la cubierta del barco, remontando el Nilo, da gracias a Dios por ese súbito recuerdo, porque el viaje no habría sido lo mismo sin Sinuhé. Termina el capítulo y levanta los ojos, cómodamente sentado frente al ventilador gigante, para contemplar otra vez la franja verde de la orilla, las palmeras y los promontorios desérticos detrás. El desierto y el don del Nilo.
Ni las clases de Egiptología ni los años de fotos, libros y documentales han logrado atenuar el impacto de Karnak en el viajero, de Deir el-Medina, de los templos de Medinet Habu, Edfu y Kom Ombo. Nada desmerece; todo es mejor que en las clases, los libros y los documentales.
El barco atraca en Asuán, cerca de la primera catarata, y el viajero busca a su amigo. Recorren algunas calles y se adentran en las antiguas canteras donde yace, más de cuarenta metros, más de mil toneladas de granito rosa, el obelisco inacabado.
—Encargado por la reina Hatshepsut hace unos 3500 años —dice el guía—, habría sido el obelisco más grande de todo Egipto, pero los trabajadores encontraron grietas en la roca y lo abandonaron. Empleaban bolas de diorita como esta para tallarlo —explica sosteniendo una esfera de piedra verdosa—. ¿Y cómo lo transportaban después? Ataban los obeliscos debajo de los barcos para que fueran sumergidos y, así, pesaran menos.
El viajero se quita la gorra y seca el sudor de su frente. Se pregunta cómo se las apañaron para colocar el obelisco debajo del barco. Lo contempla y se imagina a los trabajadores semidesnudos luchando bajo el sol contra la roca, hablando a gritos, cantando o bromeando en su lengua perdida.
Poco después llegan a un poblado nubio junto a la primera catarata. Son pequeñas casas de adobe, encaladas, con zócalos color añil. Sus habitantes, de piel muy oscura y rasgos negroides, crían cocodrilos como reclamo turístico, de manera que uno puede hacerse fotos con algún pequeño ejemplar. Tienen también restos de especímenes más grandes, patas y cráneos con la piel reseca, pegada a los huesos. El viajero pregunta si puede llevarse un diente de cocodrilo. El nubio le indica que le acompañe al zaguán de una de las casas, toma una cajita de madera, la abre y se la ofrece: está llena de dientes cónicos, agudos, blanquísimos. Uno destaca por su tamaño; mide siete u ocho centímetros y su raíz es gruesa como el palo de una escoba.
—¿Cuánto? —pregunta el viajero en inglés.
—¡Ay, amigo mío! —dice su anfitrión—; ese diente se lo arrancó mi abuelo a un macho enorme, antes de que hicieran la presa, cuando aún había cocodrilos aquí. Para regalárselo a mi abuela cuando aún eran jóvenes. Así buscaban novia, ¿entiendes? Cuanto más grande el colmillo, más valiente el hombre. Pero te lo vendo por treinta.
El viajero sonríe y piensa que el regateo no va a ser fácil.
—Es magnífico, sin duda.
—Imagínate el tamaño del cocodrilo. ¿Ves este? —dice señalando un cráneo que reposa junto a la entrada de la casa, perteneciente a un animal de buen tamaño, adulto—. Es grande, ¿no? Mira los dientes: no son ni la tercera parte de este. Imagínate al cocodrilo.
—Increíble —dice el viajero—. Te doy quince por él.
El nubio se echa a reír.
—Por quince prefiero conservarlo. Es un recuerdo de mi abuelo.
—Entonces, ¿por qué lo vendes?
—Porque sé que lo cuidarás bien.
El viajero vuelve a sonreír.
—Puedo date veinte —dice.
—No, lo siento — dice el nubio cerrando la caja.
El viajero se encoge de hombros y abandona el zaguán. «Cederá», piensa, y se acerca a la orilla para darse un chapuzón en la primera catarata. El agua fluye con cierta rapidez por entre las rocas; está fresca, más limpia que Nilo abajo. El calor abandona poco a poco la piel del viajero. Sale del agua, se seca y mira de reojo al nieto del hombre más valiente de la aldea, que parece ignorarle por completo.
—Vamos —dice su amigo.
—Un momento.
—¡Todos se van!
El viajero emprende la marcha, avanza unos metros, vuelve la cabeza justo antes de doblar la esquina. El nubio se ocupa en reordenar lo que han descolocado los visitantes. El viajero resopla y se acerca deprisa hasta él.
—Está bien, te doy treinta.
El hombre sonríe, vuelve a la caja y le entrega el diente.
—No creas que no me apena desprenderme de él…
—Ya, ya —dice el viajero.
El nubio estrecha su mano, vuelve a pedirle que cuide del trofeo y el viajero se aleja a la carrera, apretándolo en su bolsillo.
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Siempre me ha fascinado el nilo
agradezco todas sus publicaciones son sorprendente , sobre todos los temas.
gracia . Si quiero seguir recibiendo sus envios.
¡Muchas gracias!
Siempre, Eduardo, siempre me dejas atónita con tus relatos.! Ahora imaginando el enorme obelisco trunco, preguntándome cómo no se hundían los barcos con semejaante peso amarrado abajo, y por último, impresionada por el dientazo en tu mano! Gracias por compartirnos tus experiencias. Saludos!
¡Muchas gracias, Gabriela! Me alegra mucho que te haya gustado.
Impresionante ese diente …. Me encanta tus historias, gracias por compartirlas
¡Muchas gracias!