El viajero y su amigo dejan atrás Agrigento y sus siete templos dóricos sobre los montes que rodean la antigua ciudad. El que llaman “de la Concordia” sorprende por su armonía y perfección. De un hermoso color rojizo, cálido, parece una copia reciente, casi una maqueta, el juguete de algún dios niño. A finales del siglo VI fue convertido en iglesia por el obispo Gregorio (que debió de ser hombre de buen gusto) y por eso se ha conservado prácticamente intacto. Desde lo alto del promontorio se veían almendros y olivos, y el templo de Heracles a lo lejos. En el museo pudieron contemplar, además, los riquísimos restos encontrados allí: cráteras, kuroi y uno de los telamones, estatuas antropomorfas de ocho metros que soportaban el peso de la cubierta del gran templo de Zeus.
Llegan a la villa romana del Casale, cerca de Piazza Armerina, donde tampoco hay nadie. Allí está el famoso mosaico de las muchachas en biquini. No juguetean en la playa, como se ha querido ver, sino que compiten: corren, levantan peso, lanzan el disco. Y una de ellas recibe la corona y la palma de la victoria. No es ni mucho menos la obra más impactante de la villa, pero hay quien siente un curioso consuelo al encontrar chicas en biquini a principios del siglo IV.
Se pasean por allí sin orden y por todas partes encuentran mosaicos primorosos: animales, niños cazando, Orfeo y la naturaleza postrada ante su lira, Ulises ofreciendo vino a Polifemo… Hasta llegar al corredor que separa el peristilo de los aposentos, donde yace el gigantesco Mosaico de la Gran Caza, 65 metros de largo por cinco de ancho. En él aparecen soldados que atrapan animales salvajes para los juegos: avestruces, antílopes, elefantes, tigres, ñúes son conducidos hasta el barco en el que harán la travesía hasta la arena.
Hacia el sur, en el triclinio de los tres ábsides, otro espectacular mosaico muestra la derrota de los gigantes, que se retuercen sobre sus piernas de serpiente atravesados por flechas, en violentos escorzos, lanzando chorros de sangre, mirando al cielo con ojos desencajados, llevándose una mano al rostro, tratando en vano de arrancar una saeta de su espalda. El artista ha sabido captar la cruel agonía y los desmesurados volúmenes de las criaturas monstruosas.
En total, 3500 metros cuadrados de mosaicos decoran la Villa del Casale, “la mejor colección del mundo”, dicen. Aunque al viajero le parecen más exquisitos los de La Olmeda, en Palencia, que ha conocido unos meses atrás. Sobre todo el de Aquiles descubierto por Ulises, que refleja incluso las transparencias de los vestidos.
Toman el coche camino de Caltagirone para ver la larga escalinata que conectó, en el siglo XVII, las partas alta y baja de la ciudad. Pasando por Piazza Armerina, el amigo del viajero, que solo se fía del navegador, conduce hacia una cuesta en curva. De pronto, aparece un vehículo en sentido contrario. No hay tiempo para reaccionar y los dos coches chocan con violencia de frente. El viajero y su amigo se estrellan contra los air-bags y miran al otro conductor anonadados. El hombre baja de su vehículo y sacude las dos manos con los dedos unidos, hacia arriba, como diciendo: “¿Adónde vas, alma de Dios, no ves que es dirección prohibida?”. El amigo del viajero se disculpa señalando el navegador.
El otro coche no ha sufrido ningún daño, pero el del viajero y su amigo se niega a arrancar. Los dos air-bags cuelgan como pingajos y los cinturones de seguridad no obedecen. El italiano se encoje de hombros, les desea buena suerte y sigue su camino. El viajero se agobia un poco. ¿Quién los va a asistir un domingo por la tarde en aquella zona rural de la Sicilia profunda? “No pasa nada”, piensa para sosegarse; “en unas horas, nos reiremos de esto”. Pero no las tiene todas consigo.
Busca la sombra para hablar por teléfono con alguien del seguro. Un par de niños que jugaban a la pelota contemplan el estropicio. Es difícil comunicarse en inglés macarrónico y dialecto siciliano, pero el viajero cree entender que deben esperar allí veinte minutos.
Un poco después de cumplirse el plazo aparece la grúa. De ella se baja un hombre rechoncho y gritón, con una camiseta ceñida y manchada de grasa sobre su panza enorme, que se interesa por ellos. “No os preocupéis”, parece decir; “no hay problema”. Engancha el coche a la grúa y, al momento, el viajero y su amigo surcan en ella las calles de Piazza Armerina a toda velocidad.
–Los domingos no suelo dar servicio –dice el conductor–. Pero como andaba por aquí…
Llegan al depósito de vehículos y allí les indican que esperen al taxista que los llevará a alguna localidad cercana, donde haya una sede de la compañía de alquiler, para que les den otro coche. Poco después llega no el taxista, que está ocupado, sino su primo, y no en un taxi, sino en un automóvil convencional.
–Os llevo a Caltanissetta –dice–. Es el sitio más cercano.
–¿Cuánto nos va a costar? –pregunta, escamado, el amigo del viajero.
–Ochenta euros. Pero tranquilos, paga el seguro.
–¿Ochenta euros? –dice el viajero–. ¿A qué distancia está?
–A sesenta kilómetros. Una hora y media, más o menos.
–A sesenta kilómetros y en dirección opuesta al hotel donde dormimos hoy –susurra el amigo del viajero, mapa en mano.
Pero no tienen otra opción, así que suben al coche del primo del taxista, que explica al viajero, de copiloto, las peculiaridades del dialecto siciliano. Es un hombre simpático y agradable, no demasiado parlanchín, que habla despacio, con calma. Lo malo es que en la radio suena, una y otra vez, el último éxito de alguna artista americana, que canta como con apatía, con voz entre lánguida y de mona en celo.
Llegan por fin a Caltanissetta cuando ya está oscuro y, después del tedioso papeleo, reciben su nuevo coche. El amigo del viajero instala el navegador y lo reconviene después, señalándolo con el dedo:
–No nos metas por prohibida, hijo de puta.
Y vuelta a la carretera, en la que pasarán las próximas tres horas para recorrer los casi 150 kilómetros que los separan de su destino. Se mueren de hambre (no han tomado nada desde el desayuno) y temen no llegar a tiempo para encontrar un restaurante que les sirva.
–Lo han resuelto bastante bien, ¿no? –dice el viajero.
–Pues sí. Aunque sea improvisando.
No lo resolverán tan bien los alemanes cuando el coche se les averíe en medio de la autopista, cerca de Friedrichshafen, años después. El viajero se acordará entonces, y mucho, de la improvisación mediterránea.
Agotados, con el estómago en rabiosa protesta, llegan al hotel, donde se excusan por la tardanza, y vuelven rápido al coche. El amigo del viajero introduce en el navegador la dirección de un buen restaurante y parten a toda velocidad.
–No llegamos, no llegamos.
–Como nos quedemos sin cenar me muero.
Toman una carretera desierta y, a los diez minutos, en medio de la nada y de la oscuridad, el maldito navegador dice:
–Ha llegado a su destino.
–Qué hijo de la gran puta… –dice el amigo del viajero.
–Vamos a volver, rápido. A ver si pillamos algo abierto cerca del hotel.
Deshacen el camino, se pierden entre las calles laberínticas que el navegador no reconoce, dan mil vueltas y se topan, por fin, con un pequeño bar que tiene el luminoso encendido. Aparcan de cualquier modo y entran. Está completamente vacío. A su izquierda, un hombre lee el periódico tranquilamente, sentado ante una especie de atril de recepción.
–Mangiare, mangiare? Pizza, per favore! –exclaman el viajero y su amigo, abalanzándose sobre él.
El hombre se echa hacia atrás sobresaltado y los mira por encima de sus gafas con ojos saltones.
–¡Sí, sí! –dice, como temeroso de que aquellos dos espectros salidos de la nada lo devoren a él.
Los dos toman asiento ante una mesa con mantel desechable y dan largos tragos de cerveza.
–Por poco –dice el viajero.
–Joder, ya ves –dice su amigo–. Aquí no hay nadie, debía de estar a punto de irse.
–Pobre hombre. Le estamos haciendo trabajar a deshora.
Nadie les dará de comer a deshora, años más tarde, en Alemania.
El propietario, repuesto ya del susto, se les aproxima.
–¿Pizza? –dice.
–Sí, pizza –contesta el viajero–. De lo que sea. Y perdone las horas, hemos tenido un accidente con el coche.
–Vaya, lo siento. No os preocupéis, el horno aún está caliente. No tardo nada. Tomad un poco de queso mientras.
El amable señor deja un platillo sobre la mesa y se retira.
–Menudo susto le hemos dado al entrar, qué respingo ha pegado –dice el viajero.
–No me extraña, con la cara de desesperación que traíamos.
–Ya ves, parecíamos dos nazgul. Solo nos ha faltado decirle: “Comaaarca, Bolsóóón”.
Y a los dos les entra un prolongado ataque de risa con el que liberan, por fin, toda la tensión de la jornada.
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Buenas, amigo interesante relato y nos traslada a esos sitios que alguna vez quiera llegar. Seguire ahorrando.