El viajero deja atrás los molinos encumbrados de Consuegra, blancos con sus capirotes negros, graves y adustos como la tierra que los dio a luz. Deja también atrás un Pub Dulcinea, pintado de colores chillones a orillas de la autopista, aposento sin duda de principales señoras y damas. Entra en Daimiel y saluda al olivo milenario, nudoso y ceniciento, dicen que plantado por los árabes en el siglo X. Desayuna en un bar de la plaza, repleto de Quijotes y Sanchos, y acude al Museo Comarcal, donde ya le esperan para llevarle a la Motilla del Azuer.
Un viejo vehículo le conduce renqueante por carreteras y caminos hasta el recinto vallado entre campos de labor. En él se alza y se hunde la sorprendente fortaleza desde hace más de cuarenta siglos. Hace frío, pero el sol calienta tímidamente la llanura castellana. El viajero se acerca a la línea exterior de la muralla y pone su mano sobre la piedra.
—Hay que hacer un ejercicio de imaginación —dice la guía—, porque los arqueólogos no han llegado hasta el suelo original por fuera del recinto, para no restar consistencia a los muros. Pero por dentro sí han excavado hasta el fondo…
Las viviendas, al exterior, apenas conservan los cimientos rocosos. Quienes las habitaron entre los años 2200 y 1350 a. C. construyeron también hornos y cavaron fosas para sus desperdicios, en las que se han encontrado abundantes huesos de ovejas y cabras y, en algunos estratos, de caballos y perros, que habrían servido de alimento en épocas adversas.
Cruzan por fin la primera muralla, recorren un angosto pasillo acodado y suben altos escalones a través de la segunda línea defensiva. Hay grandes silos donde los moradores almacenaban el grano, que tostaban antes en sus hornos para evitar enfermedades y facilitar su conservación. La guía explica que acumulaban mucho más cereal del que eran capaces de consumir, por lo que debieron de comerciar con el excedente. Así se explica la presencia de algunos objetos hallados durante las excavaciones, procedentes de lugares lejanos: puntas de flecha metálicas, conchas marinas y una pulsera de marfil de elefante. El viajero piensa en los fenicios: ¿habrían vendido ellos esa pulsera en las costas del Sur? ¿Por cuántas manos habría pasado hasta llegar a la Mancha primitiva?
Ascienden hasta lo más alto de la torre central. Desde arriba, a vista de pájaro, contemplan el laberinto de estrechos corredores y las tres murallas más o menos concéntricas, irregulares. Construidas con hileras de lajas sin trabar, tendían a derrumbarse, por lo que los constructores habían ido añadiendo nuevos muros, uno tras otro, hasta darles, en algunos tramos, cinco metros de espesor. La guía los invita a asomarse por el otro lado de la torre. Y desde allí ven, treinta metros abajo, rodeado de una escalera helicoidal, el pozo más antiguo de la península ibérica.
A medida que descienden, los muros, que desde fuera apenas sobresalían un par de metros del suelo, se yerguen sobre ellos imponentes. Los pobladores enterraban a sus muertos fuera del recinto. A todos salvo a uno. A una: cerca del pozo hay una pequeña tumba que contiene el esqueleto de una mujer, echada sobre su costado derecho, como las demás mujeres y los niños de las tumbas exteriores. A los hombres, en cambio, los enterraban sobre el costado izquierdo. La guía, sabiamente, indica que nadie tiene ni idea del porqué de esta distinción. Hay quien dice, explica, que las mujeres eran sepultadas sobre el costado derecho porque ellas son las que dan la vida. El viajero no lo entiende, pero piensa que los hombres eran sepultados sobre el costado izquierdo a fin de que tuvieran libre el brazo derecho para empuñar el arma en sus combates de ultratumba.
Alguien añade que James Cameron ha relacionado la Motilla del Azuer con la Atlántida en un célebre documental. La guía insinúa con delicadeza que no concede demasiado crédito a esas interpretaciones. Un par de visitantes se ríen de James Cameron y el viajero los acompaña con gusto. Y mira al fondo del pozo, húmedo y cubierto de hierbecillas, y mira a lo alto de los muros, hechos de hileras de lajas sin trabar, una y otra vez reforzados, que protegían los dones del agua y el trigo.
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Gracias por compartir Eduardo.
Todas tus publicaciones son poesía!
Mirta Carlota
Gracias por tu publicación , muy interesante y prueba una vez más que estamos lejos de desentrañar todos los misterios que guarda nuestro planeta. Gracias de nuevo.