Hay plásticos color azul pitufo atados con cuerdas a las ramas de los árboles.
—¿Para qué es eso? —dice el viajero.
—Atrae a la mosca tse-tse —dice el guía.
—No sabía que hubiera moscas tse-tse entre los animales del Serengueti…
—Sí. De hecho, acaba de entrar una al jeep —dice tranquilamente. Los cuatro pasajeros dan un respingo, se ovillan y miran a su alrededor. El viajero tiene una vaga idea de la enfermedad transmitida por la mosca tse-tse: fiebres, dolores, abatimiento, coma y muerte.
—Tranquilos —vuelve el guía—, tarda mucho en picar. Se nota.
Sus palabras no tranquilizan a nadie. La amiga del viajero le mira alarmada, mira por todas partes tratando de localizar a la mosca. La encuentran sobre la parte trasera del respaldo del guía. Es pequeña y blanquecina, tiene el abdomen regordete.
—Vigiladla y echadla por la ventana —dice el guía. Todos empiezan a agitarse y soltar manotazos hasta que el animal, obediente, les abandona.
—¿Podemos cerrar las ventanillas? —dice la amiga del viajero.
—Hace mucho calor —dice el guía—. Tranquilos, es muy difícil que pique. Y no todas transmiten la enfermedad.
Empiezan a aparecer los animales del Serengueti: jirafas, chacales, gacelas, unos monitos salerosos con el escroto color azul pitufo.
—Les picarán todas las moscas tse-tse —dice uno de los pasajeros.
—Es para atraer a las hembras.
—Precioso —dice otro—. Si se entera la gente chic, lo ponen de moda.
Una manada de búfalos cruza el camino. El vehículo se detiene. El suelo retumba portentosamente bajo el peso de los enormes animales. Más adelante, una pequeña laguna donde los hipopótamos, casi del todo sumergidos, retuestan sus lomos al sol, grises, rugosos y polvorientos como grandes rocas. Un elefante se pasea en lontananza.
—Tu amigo —dice la amiga del viajero.
A pocos metros del cuatro por cuatro yace una calavera de búfalo, limpia, repelada.
—¿Puedo bajar un momento y cogerla? —dice el viajero.
—No. No se puede tocar nada en el parque. Y, sobre todo, no se puede bajar del jeep. Es muy peligroso. Parece que no hay nada, pero… Hace unos años bajó una señora, se alejó un par de metros a estirar las piernas y, de pronto, una leona saltó de detrás de un arbusto.
—¿Y qué pasó?
—Pues imagínate.
—¿La mató?
—No, pero casi.
—¿Y si tenemos que ir al baño? —dice la amiga del viajero.
—Pararemos en unos baños a media mañana. ¿Podéis aguantar? Mirad, un leopardo.
—¿Dónde?
—Allí, en aquel árbol.
Los cuatro pasajeros se ponen en pie y se asoman por la abertura superior del coche. Toman sus prismáticos y miran.
—¿En aquel? —pregunta uno.
—Sí.
Miran y remiran despacio, centímetro a centímetro: hojas y ramas difusas.
—No hay nada.
—Que sí —dice el guía, y detiene el vehículo—. Seguid el tronco. ¿Veis donde se divide en tres? Seguid la rama de la izquierda. Está a la mitad. Se ve perfectamente la cola.
El viajero distingue una línea vertical que desciende de la rama, penduleando cadenciosamente. La sigue, pero es incapaz de entrever el cuerpo del leopardo, oculto tras las hojas, demasiado lejos.
—¿Cómo es posible que lo hayas visto sin prismáticos, conduciendo? —dice con asombro—. ¡Debe de estar a doscientos metros!
El guía suelta una breve carcajada. El viajero piensa en algunos de sus amigos, capaces de avistar una liebre sobre la línea del horizonte. Pero ver la cola de un leopardo entre las ramas, a esa distancia, mientras uno conduce…
Una hora después llegan a los baños.
—Aquí podéis estirar las piernas, es una zona segura.
El viajero y su amiga se alejan unos metros, respiran, curiosean por entre las piedras. Hay pequeños lagartos amoratados y aves de plumaje metálico recorriendo a saltitos la explanada, picoteando.
—¡Cuidado! —dice el guía, junto al coche—. Hay hormigas por ahí. Grandes. Se meten por dentro de la ropa.
Tienen cuidado, pero prosiguen la exploración. El viajero encuentra un fémur blanquísimo, parecido al de una vaca. Tiene tentaciones de meterlo en su mochila.
—¡Nos vamos! —se oye a los pocos minutos. El viajero y su amiga vuelven al coche. A punto de subirse, ella da un respingo.
—¡Ay!
—¿Qué pasa? —dice el viajero.
—¡Ay! ¡Ay! —repite ella, haciendo cabriolas.
—Las hormigas —dice el guía, y se ríe.
La amiga del viajero se da fuertes palmadas en las piernas, sin dejar de brincar. Corre hacia el baño. Al minuto, se oyen unos golpes secos e insistentes. Sale poco después con aire ofuscado.
—He tenido que quitarme los pantalones y sacudirlos contra el suelo —dice.
—¿No querías conocer a los animales del Serengueti? —bromea el viajero.
—Tengo las piernas llenas de mordiscos. ¡Eran enormes!
El guía cabecea, muerto de risa.
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