Camino de Lopburi, el viajero mira por la ventana del coche, adormecido, hacia las plantaciones y los bosques selváticos tras ellas. Piensa en Kanchanaburi, donde cruzaron en tren el famoso puente sobre el río Kwai y descubrieron una nueva fruta, enorme, de piel durísima y rugosa. El viajero tomó una de ellas; pesaba 25 kilos. El hombre encargado del tenderete la abrió trabajosamente. Resultó estar compuesta de innumerables gajos amarillos, grandes, brillantes. El vendedor extrajo algunos de ellos, los abrió con una navaja, retiró el hueso de su interior y se los ofreció al viajero y a su amigo. Ambos los paladearon con creciente asombro. La textura era firme y carnosa y el sabor intensísimo, a ratos cercano al del mango, al de la piña, el plátano o el melocotón, con un recuerdo cítrico.
—Acabo de descubrir mi fruta favorita —dijo el amigo del viajero—. ¿Cómo se llama?
—Jackfruit —contestó el guía.
El viajero recuerda también Ayutthaya, capital de Siam entre los siglos XIV y XVIII, donde visitaron hermosos templos de piedra y ladrillo con imponentes estupas sobre la hierba, muy verde, entre árboles de grandes flores blancas.
El coche se detiene de pronto, el guía sale de él y se acerca a un puesto de comida junto a la carretera. Vuelve con un curioso dulce, una especie de pelos verdes y pardos, como algodón de azúcar, que el viajero y su amigo, siguiendo las instrucciones del guía, comen envueltos en tortas de harina de arroz.
Poco después llegan a Lopburi. Al apearse, un niño se acerca a ellos armado con un tirachinas metálico de gruesas gomas y aspecto potente.
—A cambio de una propina, vigilará a los monos —dice el guía.
—¿Son peligrosos? —pregunta el viajero.
—No demasiado, pero roban todo lo que pillan: pendientes, collares, los chupetes de los bebés… Una vez, uno le quitó a un visitante la cartera del bolsillo de la camisa, se subió a lo alto del templo y trituró todos los billetes.
Pero ellos no llevan a la vista nada que los monos puedan arrebatarles. Los animales campan a sus anchas por las ruinas de un antiguo templo que el viajero y su amigo recorren junto a su escolta, el niño que los vigila sin pestañear, dispuesto a ahuyentar con su tirachinas al primero que se desmadre. Los monos le miran con torvo respeto, comiendo cacahuetes, encaramados a las pétreas estatuas de buda, retozando por el suelo, despiojándose, peleándose. Al viajero le recuerdan, inevitablemente, la corte del rey Louie en El libro de la selva. Una hembra oronda, especialmente descarada, se aproxima a ellos. El niño guardaespaldas parece tenerle aprecio, porque le ofrece una golosina que el animal toma y engulle inmediatamente. El vientre, fláccido y protuberante, le cuelga hasta el suelo cuando se agacha.
—La Mona Marrana —dice el amigo del viajero, recordando a otro amigo que bautizaba con nombres jocosos a los animales del Zoo de Madrid.
Algunos simios han abandonado el templo y vagan por las fachadas de los edificios, se aposentan sobre los aparatos de aire acondicionado, retuercen las antenas de televisión o son rechazados a escobazos cuando tratan de colarse en los comercios. El asfalto y las aceras están salpicados de restos de huevos cocidos con los que, explica el guía, las autoridades de Lopburi alimentan de vez en cuando a los monos, porque son un valioso reclamo turístico.
Pasa una camioneta con veinte personas a bordo, cantando y batiendo palmas. Celebran el monacato de un joven que les acompaña, con su túnica color de azafrán, recién afeitada la cabeza.
—Muchos jóvenes se hacen monjes budistas durante un año —dice el guía.
La camioneta se detiene ante un pequeño pabellón donde un grupo de bailarinas danza al son de extraños instrumentos. Hay algo en su júbilo que lo diferencia del de Occidente. Una cierta contención, un reposo, algo de la imperturbabilidad de Buda.
Llegada la hora de comer, el viajero y su amigo eligen tom yam.
—¿Picante o para turistas? —pregunta el guía.
—Picante, picante —responden a coro.
Y poco después saborean el caldo de aroma inconfundible a hojas de lima, hierba limón, galagal y cilantro, que les abrasa la boca.
Continuará… Si quieres que te avise (gratis, naturalmente) cuando publique el siguiente relato,
deja tu dirección de correo electrónico en este enlace, donde dice «Forma parte de esto».
Y no olvides visitar la bandeja de correo no deseado, porque es posible que los mensajes se almacenen allí.
Si te ha gustado este paseo por Lopburi, te gustarán:
CUADERNO DE VIAJES: PALMIRA, SIRIA
ERÓTICA: POESÍA EGIPCIA DE AMOR
Muy interesante. No me perderé el resto del viaje, disfrutando de tu recorrido y tus hallazgos en esas para mi muy lejanas tierras. Gracias!
Muchas gracias, Gabriela. Me alegra que te guste.