El viajero y su amigo salen del aeropuerto. El calor golpea, el sol deslumbra y la humedad ahoga. Se miran, resoplan.
—¡Vaya bofetón!
—Te cagas.
—Nos vamos a morir.
—Te lo dije.
Son las siete de la mañana en Bangkok. El viajero apenas ha dormido durante el trayecto, arrastra la maleta como en sueños, se alegra de estar por fin al aire libre, aunque todavía irrespirable, después de —le cuesta calcular— ¿dieciséis horas? Localizan el coche que ha de llevarles hasta el hotel, de él se apea una mujer diminuta y sonriente que les saluda en tailandés uniendo las manos e inclinando la cabeza.
—¿Han tenido buen viaje? —dice. Habla con voz aguda y estridente. Continúa preguntando mientras colocan los bultos en el maletero y se acomodan en el vehículo, que arranca inmediatamente. La mujer, sentada junto al conductor, comprueba la dirección del hotel.
—¡Ah, qué suerte! —exclama volviendo la cabeza—; está en el barrio de las chicas —y les guiña un ojo.
El viajero y su amigo se miran, comprenden y fruncen el ceño.
El hotel es grande y lujoso. Los trámites se llevan a cabo con celeridad y pronto están en el ascensor camino de su cuarto.
—¿Y esto? —dice el amigo del viajero señalando una placa junto a los botones. Muestra un cigarrillo tachado en rojo y, al lado, un círculo de superficie puntiaguda, con un rabito en lo alto, igualmente tachado.
—Parece una fruta —dice el viajero.
—¿Una fruta prohibida en el hotel?
—Debe de ser el paraíso.
Abandonan el ascensor intrigados, introducen la llave magnética en la ranura de la puerta de su habitación, entran, dejan las maletas en cualquier sitio y se desploman sobre sus respectivas camas.
—No deberíamos dormirnos —dice a los pocos minutos el amigo del viajero—. Si no esta noche…
—¡En marcha! —dice el viajero incorporándose de un salto. Se lava la cara con agua fría, toma su gorra y la cámara de fotos y se asoma por la ventana. Tejados metálicos con regueros de óxido se entremezclan con otros de vivos colores (naranja, verde, azul), barrocos y puntiagudos, que salvan las apariencias orientales. Más allá, moles cuadriculadas de hormigón. El cielo está brumoso y pesado.
Unos minutos más tarde salen del hotel. No han dado diez pasos cuando un hombre les entrega una especie de folleto publicitario. Es un catálogo de chicas. Chicas de aspecto aniñado que posan en ropa interior con miradas entre tímidas y lascivas, rotuladas con nombres exóticos y frases directas a las tripas en letras fosforescentes.
—Como el que vende televisores —dice el amigo del viajero.
Tiran el folleto en la primera papelera. Cerca de ella, una especie de altar techado a dos aguas con figuras de goma, como muñecos, que parecen representar divinidades. Ante ellas, platos de fruta depositados recientemente y refrescos abiertos, con sus pajitas insertadas.
—Ofrendas, ¿no?
—Eso parece.
Se pierden por calles y callejones atestados de gente, toman alguna fotografía, se llaman la atención sobre esto y aquello: cables eléctricos que cuelgan de sus postes hasta casi rozar el suelo, más altares, puestos de extrañas frutas, un ciego que toca una especie de zampoña gigante. Desembocan en una enorme superficie cubierta, a cinco metros de altura, por láminas de chapa. Hay docenas de mesas de plástico, la mayoría ocupadas, y tenderetes de comida alineados en torno a ellas. Echan un vistazo: los nombres de los platos están en tailandés, pero casi todo tiene buena pinta. Se paran frente al puesto que les inspira más confianza y piden algo al azar. El vendedor les advierte en inglés de que pica.
—Yes, yes, spicy —dicen el viajero y su amigo—. No problem.
El vendedor se encoge de hombros, sonríe y sirve un buen cazo del guiso y otro de arroz en sendos platos de plástico. El viajero y su amigo los toman junto con los refrescos y buscan una mesa.
—¿Y los cubiertos? —dice el viajero al llegar. Miran a su alrededor y descubren que la gente los toma de una mesa que hay en medio del recinto. Al acercarse reparan en que se trata de cubiertos usados. Hay una olla eléctrica con agua hirviendo donde los comensales los introducen durante unos segundos antes de llevárselos.
—Donde fueres… —dice el amigo del viajero.
Se hacen con los utensilios menos manchados que encuentran, los pasan por el agua hirviente y vuelven a su mesa. El viajero prueba el arroz, ligeramente pasado y soso, pero de aroma agradable. Su amigo comienza a agitar una mano, traga y bebe del refresco.
—¿Pica? —pregunta el viajero.
—Como su puta madre.
Prueba un trozo pequeño. El perfume de exóticas especias que aún no identifica le llena la boca y le sube hasta la nariz. Aparece el picante, el viajero piensa que no es para tanto, pero no se fía: su amigo, como él, tiene por costumbre vaciar medio bote de Tabasco en una ración de patatas bravas y espolvorear tres cayenas sobre un plato de callos, así que la cosa ha de ser seria. Continúa masticando con prudencia y atención, el ardor se intensifica, el viajero respira por la nariz, empieza a arderle la lengua, traga, resopla, el picante sube, el viajero sacude las manos y se tira a por el refresco.
—¡Joder! —exclama.
—Están locos —dice su amigo.
Pero tienen hambre, así que comen hasta acabar con el arroz y la mitad del guiso, sudando copiosamente, entre los cientos de tailandeses que comen también a su alrededor sin hacerles ningún caso.
Una hora más tarde el viajero mira otra vez por la ventana de la habitación. Afuera diluvia. No son gotas sino chorros lo que cae del cielo, torrentes, cataratas, como si el Chao Phraya se desplomara sobre ellos. Apenas se distinguen, a través del muro líquido, los coloridos tejados orientales. El viajero se echa en su cama a ojear la guía.
—Venga, una horita de siesta —dice su amigo poniendo la alarma del móvil—. ¿O tú vas a leer?
—No aguantaré ni diez minutos —dice el viajero—. Cojonudo: acabamos de llegar a Bangkok y ya hemos hecho casi todo lo que según la guía no debemos hacer: comer en puestos callejeros, meternos por ciertas zonas, utilizar cubiertos usados y atiborrarnos de picante.
Su amigo se carcajea y, al segundo, ronca.
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Ágil y fresco el relato
Muchas gracias.
Gracias por relatar maravillosamente mucho de lo que viví en Thailandia.
Este relato me ha hecho ir sintiendo cada uno de los momentos que pasaro. El viajero y su amigo. Desde la llegada al hotel, como lo encontraron, los. Atrios en que se metieron, la impresión de los cubiertos sucios, lo picante de la comida, el cansancio posterior. Gracias por permitirme compartir con ustedes los momentos maravillosos, y otros no tanto, de este viaje. Sigo pendiente de la continuación del relato. ¡Gracias!
¡Cuánto me alegro, Gabriela! Esa es mi pretensión con estos relatos: comunicar mis experiencias.
Formo parte de esto.