A unos metros del jeep, al otro lado de un arroyo, una leona del Serengueti clava sus garras en los cuartos traseros de un búfalo cafre. La presa se revuelve de vez en cuando, los surcos en su carne se prolongan. Lanza penosos y profundos mugidos.
—Tenéis suerte —dice el guía—. Llevo diez años enseñando el Serengueti y nunca he visto algo así: una leona sola, contra un búfalo tan grande…
La leona muerde, agita la cabeza; el búfalo se retuerce y vuelve a mugir.
—¡Qué pena! —dice la amiga del viajero.
De los tres o cuatro jeeps, en fila india paralela al arroyo, asoma una ristra de teleobjetivos. Se oye la respiración contenida de los fotógrafos cercanos.
El búfalo, poco a poco, se inclina, dobla las patas delanteras; la leona aprieta el abrazo, clava, desgarra. Sus músculos dorados, ensangrentados, se tensan férreos bajo un sol implacable. El búfalo cabecea, intenta sacudir las patas traseras; la leona, impávida, aguarda sin soltar.
—Es vieja —dice el guía—. Sabe lo que hace.
El búfalo se tumba al fin y su sangre empapa la tierra. Respira con dificultad, muge cada vez más débilmente. Dos leonas más jóvenes se aproximan cautelosas, se detienen, contemplan. Una de ellas se acerca, trata de morder la boca del búfalo para asfixiarlo. El búfalo sacude la cabeza y está a punto de alcanzarla con su cuerno derecho, pero la leona salta hacia atrás como un resorte. Espera, ronda paciente.
—¿Cuánto puede durar esto? —dice alguien.
—No creo que mucho —dice el guía—. Está agotado.
Inmediatamente, el búfalo se tiende sobre el costado izquierdo, resbala y cae al arroyo, fuera de la vista de los viajeros. La leona vieja cae sobre él, las otras dos la siguen.
—Ya está.
El viajero se recuesta en el coche y pierde la vista a través de los cristales. Se deja acunar tranquilo, integrado. «Estoy en África», piensa, «más allá de las fuentes del Nilo, masticando el polvo del Serengueti, entre leones». Y recuerda, como siempre que se relaja en un vehículo, la letra de aquella canción, que compuso años atrás, que nunca vio la luz:
…que mece mi libertad.
Y la anchura del cielo
y el denso respirar.
Llegan al hotel, un edificio central, de ladrillo enlucido, madera y techos de paja, en torno al cual se alzan cabañas discretas. Ni muros ni verjas lo circunvalan.
—Está prohibido —dice el guía—. No se puede cortar el paso a los animales.
—¿Podemos encontrarnos animales por aquí?
—Sí. A veces, incluso leones. Se oye a las leonas aullar de noche, a veces. No salgáis solos de la habitación. Sobre todo de noche. Llamáis a recepción y os mandan a alguien.
El viajero y su amiga llegan a la cabaña, amplia y confortable: doseles con mosquiteras vaporosas, altos techos, enorme bañera, calefacción. Desde el ventanal se ven unos pequeñísimos antílopes, apenas setenta centímetros de alto, con graciosos cuernos diminutos, como de juguete, y una especie de trompa al final del hociquillo. Dic-dics, les han dicho que se llaman.
El viajero se tumba a leer; pronto, las letras bailan y dormita arrullado por el agua de la ducha que fluye al otro lado de la pared.
A la hora de cenar telefonean a recepción. Minutos más tarde, alguien llama a la puerta. Es un hombre alto y fornido, armado con un fusil, que les acompaña hasta el restaurante. La cerveza es decente, como en casi todas partes; despeja y relaja. Pero la comida decepciona profundamente al viajero: lleva varios días en Tanzania y aún no ha probado la cebra, ni el cocodrilo, ni la gacela ni el ñu. Pollo, ternera, arroz, verduras, ensaladas empalagosas y dulces insípidos. Grandes roedores de cola pelada, desagradables, se meten al menos por debajo de las mesas haciendo brincar a los comensales. Los otros viajeros se muestran poco inclinados al esparcimiento: vestidos impecablemente de exploradores, como Indiana Jones de gala, cenan ligero y se retiran pronto. El viajero echa en falta algún trasnochador entusiástico, como aquel señor de sesenta y tantos, barba blanca y bastón, que le ordenaba sin protocolos fumar de sus puros hasta altas horas en Egipto. O el médico bajito de vivos ojos azules, alegre como un niño, cortísimos dedos de enano, que todas las noches volvía locos a los recepcionistas de la Capadocia hasta que le conseguían hielo para su whisky. «¡Cuántas juergas os quedan!», les decía al viajero y a su amigo. «Y yo que me las pegaba con vosotros…». Dicen que es un gran médico.
Pero está su encantadora amiga, que acaba con los recuerdos. Pide un par de vasos de ron y charla vivamente con él, fumando y riendo, hasta que les indican que van a cerrar.
El viajero abre los ojos repentinamente. Le parece haber oído un sonido extraño. Mira el reloj: las cuatro de la madrugada. Otra vez. Es una especie de aullido sordo, ronco y profundísimo, melancólico, doliente, a intervalos de medio minuto. El viajero se incorpora, descorre la mosquitera y se asoma a la ventana. Absoluta oscuridad, otro aullido.
—Es la leona —dice su amiga.
—Sí. La leona del Serengueti.
Fin del viaje; próximo destino: Escocia.
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Que maravilla Eduardo… sin duda eres un gran escritor, que atrapa irremediablemente. Enhorabuena
Muchas gracias, Patricia; eres muy amable.
Que vivencia tan impresionante y tú forma excelente de relatarla. Gracias Eduardo
Espectacular.
Me gustaron tus letras, atrapa de inmediato y la imaginación surge con tus palabras.
Eres bastante ojeroso amigo que dejaste el relato a medias., saludos