El amigo del viajero ha alquilado un coche para viajar de Marrakech a Esauira, una ciudad costera a doscientos kilómetros. Conducen despacio por la carretera estrecha. Delante de ellos, un camión cargado de cabras que se asoman simpáticas a saludarles.
Llegan a mediodía y pasean junto a las potentes murallas de las que sobresalen las bocas de viejos cañones. El viajero ha leído que las construyeron los portugueses en 1506, en plena era de los descubrimientos. Soplan con fuerza los vientos alisios. Se detienen junto a un torreón, frente al mar, y respiran.
—Qué gusto, eh —dice el amigo del viajero. Y, unos segundos después:— ¿Tienes hambre?
—Claro.
—Vamos a ver qué se come aquí.
Una nube de gaviotas señala la ubicación de los puestos. Se aproximan; decenas de trabajadores se afanan entre cajas de pescado y marisco. Uno de ellos no tarda en animarles a que se sienten y elijan las viandas. Tienen barbacoas para prepararlas allí mismo. El hombre toma una bandeja y coloca sobre ella dos puñados de gambas, un buey de mar, un pez.
—¿Así? —dice.
Algo llama la atención del viajero.
—¡Mira! —dice—. ¡Una morena! Nunca la he probado…
—Morena, sí —dice el vendedor, y corta al momento un buen trozo que pone sobre la bandeja. Menciona el precio. El amigo del viajero regatea, el hombre cede menos de lo esperado —»¡Fresco, buenísimo!»—, echa a la bandeja otro puñado de gambas y sentencia:
—Así.
Lleva los alimentos al fuego, vuelve, destapa en un segundo dos botellas de cocacola. El amigo del viajero se ríe.
—¡Cómo son estos tipos, eh!
Brinda, pega un buen trago. Unos minutos después tienen ante sí la bandeja humeante. El marisco es insípido y lo han cocinado en exceso, pero se puede comer. El viajero retira la piel de la morena, que tiene una gruesa capa de grasa y gelatina. La carne es firme y jugosa, agradable.
—¡Lo que te gustan las cosas raras! —dice el amigo del viajero, que se divierte, entre bocado y bocado, lanzando los restos a las gaviotas.
Después de comer se adentran en la medina: edificios descuidados, antaño blancos, con puertas y ventanas pintadas de azul. Hay muchas tiendas de cuadros y artesanía; según parece, Esauira es hogar de numerosos artistas, algunos de ellos occidentales. Pinturas esquemáticas de camellos y oasis, de caravanas que surcan el desierto, en blanco y azul; artesanías con aire hippie, collares, brazaletes, tallas en madera.
Se sientan a tomar el té frente a un puesto de aceitunas negras, verdes y rojizas que brillan apetitosas al sol, en barreños azules. Hay también limones que parecen encurtidos. Después visitan la mezquita y otros edificios singulares, que no tienen la belleza de los de Marrakech.
—No hay mucho que hacer aquí —dice el amigo del viajero—. Se viaja bien de Marrakech a Esauira en un solo día.
De regreso, en el coche, el viajero se adormece tratando de comprender el francés de la radio. Al rato, su amigo le despierta:
—Vamos a tomar una pesicola.
El amigo del viajero dice siempre «pesicola», independientemente de la marca. Se acercan a un chamizo que ofrece bebidas junto a la carretera y beben largos tragos de sendas botellas de cristal, muy frías.
—La verdad es que una pesicola fresquita sienta de puta madre —dice el amigo del viajero.
De vuelta al coche, reparan en un muchacho que labra el campo adyacente. Dirige un arado diminuto que bien podía ser medieval, tirado por un burro y un pequeño dromedario. Se le acercan (es casi un niño), saludan y le piden permiso para hacer una foto. El chaval acepta gustoso, suelta el arado, posa, sonríe y, acto seguido, señala el bolsillo del amigo del viajero.
—Cigarrette —dice.
El amigo del viajero se echa a reír.
—¡Qué te parece! —exclama. Y se lo da diciéndole que no fume.
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