—Y por favor no salgan del hotel —dice el guía—. Es peligroso.
El viajero y su amiga bajan del vehículo, toman las maletas y se dirigen a la habitación. Hay un ventanal con vistas al cráter del Ngorongoro, una imponente llanura de veinte kilómetros de diámetro sobre un volcán inactivo. El hotel, construido en piedra y madera, se yergue como una atalaya sobre las paredes del cráter. En el interior de la inmensa cazuela perfectamente amurallada en redondo, el viajero verá, al día siguiente, manadas de ñúes paseando plácidos, en fila india, la línea sinuosa de sus jorobas; gacelas saltarinas, avestruces, jirafas, facoceros revolcones, cebras sonrientes, elásticos guepardos y leonas que beben del río junto a sus cachorros. Todos en arcádica mezcolanza, protegidos por altas paredes rocosas en su paraíso circular.
—Voy a dar una vuelta —dice el viajero.
—Han dicho que no salgamos del hotel —dice su amiga.
—Eso es para los turistas, que ven una cabra y le hacen veintisiete fotos. Yo soy de pueblo.
Y sale de la habitación entusiasmado.
Afuera, entre los árboles frondosos de las alturas, busca un palo recto y sólido. Con él levanta algunas piedras. Aparecen escarabajos anodinos, otros de vivos colores, lombrices y extraños miriápodos diminutos. «¿No hay serpientes?», piensa, y hurga por entre la hojarasca con su palo. Se aleja un poco más del hotel, sin perderlo de vista. Oye los cantos de pájaros desconocidos, alza los ojos; apenas se los intuye entre el verde apretado.
De entre la espesura surgen, repentinamente, tres masáis oscuros como el ébano, altos y espigados, con sus vestiduras rojas. Se le acercan, saludan en inglés y le ofrecen huesos de animales salvajes: la parte superior de una calavera de ñu, colmillos, una enorme quijada. Todos carcomidos.
—Están destrozados —dice el viajero.
—Tenemos más cosas en el poblado —dice uno de los masáis—. ¿Vienes?
—¿Está muy lejos?
—Media hora.
—Vale.
«Aún falta para que anochezca», piensa el viajero; «hay tiempo de sobra».
Tan súbitamente como habían aparecido, los masáis se lanzan a correr ladera abajo, hacia la falda del volcán. El viajero trata de seguirles, trata de respirar correctamente, cincuenta metros, cien metros, cada vez más rezagado. Se detiene. Ellos se dan la vuelta; parecen reír, se encogen de hombros y continúan corriendo y brincando como antílopes.
El viajero vuelve hacia el hotel despacio, recuperando el aliento. «Mejor», piensa. «A saber». Vuelve a levantar piedras con cuidado de no meter los dedos por debajo, rebusca entre la tierra húmeda, remueve con el palo la hojarasca. La silueta del hotel, madera y roca, como una caprichosa formación volcánica, aparece entre los árboles. Decide rodearlo trazando una semicircunferencia a unos cien metros de distancia. Sigue sin encontrar bichos interesantes, llega al extremo del edificio. Se detiene a contemplar, otra vez, el inmenso cráter del Ngorongoro, 250 kilómetros cuadrados a sus pies, a seiscientos metros de altura. Una de las reservas naturales más importantes de África. La luz se está enfriando y un velo vaporoso cubre el lago de la llanura.
El viajero se da la vuelta, dispuesto a volver al hotel, y se topa con un elefante macho, metro y medio de colmillos, que mastica tranquilamente a unos metros de distancia. Se quita despacio la mochila, saca su cámara de fotos con mano temblorosa de emoción y dispara. El animal le mira flemático, arranca otra rama con su trompa. El viajero supone que ha subido la ladera desde el cráter en busca de vegetación más fresca y abundante que la de la adusta sabana. Se acerca a él tres o cuatro pasos, con cautela, y toma otra fotografía. Contempla la imagen: demasiado lejos; el viajero no tiene teleobjetivo. Espera a que el animal deje de mirarle, seis pasos más, otra foto. «Parece tranquilo. Otro poco». El elefante se revuelve, agita sus orejas enormes. El viajero contiene la respiración y aguarda a que se calme. Dos pasos. El elefante arranca otra rama sin quitarle ojo. El viajero enfoca, dispara, mira el resultado. «Solo un paso más».
De pronto, el animal cabecea furioso, barrita y echa a correr hacia el viajero. El viajero tiembla y corre también, sin mirar atrás, aferrándose a su cámara como un niño al biberón. Ahora no le falta el aliento. Esquiva una roca, se acerca al hotel. Dos mujeres del servicio miran asustadas desde los balcones. Se abre una puerta de emergencia; un robusto hombre de color le hace señales con los brazos.
—¡Por aquí!
El viajero cruza el umbral, la puerta se cierra. Ni siquiera sabe si el elefante le ha seguido durante todo el trayecto. El hombre robusto le abraza sonriente.
—¡Le has asustado! —dice.
«¡Pobre!», piensa el viajero. Y recorre los pasillos del hotel en busca del bar. Allí, ante una mesita coqueta, sobre una butaca de mimbre, su amiga charla tranquilamente con los turistas.
—¡Hola! —dice—. ¿Has visto algo?
—Luego te cuento —dice el viajero sentándose, tratando de contener su nerviosismo, mitad fascinación, mitad susto.
—¿Quieres una cerveza?
—Por favor.
Continuará… Si quieres que te avise (gratis, por supuesto) cuando publique el siguiente relato,
deja tu dirección de correo electrónico en este enlace, donde dice «Forma parte de esto».
Y no olvides visitar la bandeja de correo no deseado, porque es posible que los mensajes se almacenen allí.
Si te ha gustado este viaje al cráter del Ngorongoro, te gustarán:
DE COMPRAS EN EL ZOCO DE DAMASCO (SIRIA)
…de verdad? jaja…¡ostras! tuviste que pasar «miedillo»…pero, ¡qué emoción única!…todo tiene un precio, ¿verdad?
¡Qué pasada! ¡Quizá algún día tengamos cosas de qué hablar! jaja…cómo cociné junto a la tribu de los masai o como toqué tambores junto a los bosquimanos, que tengo entendido, que también son de allí…
Tanzania…qué pasada.
¡Eso estaría genial!
Fascimate, ese espíritu aventurero acompañado de un relato impecable, me ha hecho presenciar algunos de tus viajes, gracias por compaetirlos
¡Un placer!