El viajero nunca había visto un castillo blanco como la nieve. Altos y gruesos muros de piedra blanca tachonados de plantas duras que se aferran con sus raíces a los intersticios. Rodeándolo por el foso, transmite una impresión de solidez absoluta. Ochocientos años de solidez entre colinas con terrazas plantadas de olivos, entre retamas y matas de hinojo.
—El Crac de los Caballeros —dice el guía—. Perteneció a los cruzados, a la Orden de San Juan. Desde aquí controlaban la ruta del Mediterráneo. Se decía que era inexpugnable: resistió dos asedios durante el siglo XII. Ni siquiera Saladino pudo conquistarlo. La cisterna y los almacenes de víveres son gigantescos; tenían agua y alimentos para aguantar durante años. No cayó hasta finales del XIII, cuando apenas quedaba en él un puñado de soldados.
En el patio, tres niños juguetean saltando a través de una bellísima arquería gótica. El viajero se sorprende.
—¿Esto es original? —pregunta.
—Sí, sí —dice el guía—. Es el Salón de los Caballeros. Por aquí pasaron reyes y nobles de toda Europa.
Los arcos dan luz a una galería porticada, cubierta con bóveda de crucería, tras el muro del gran salón.
—Nunca había visto algo así en el interior de un castillo.
—Y aquello es la capilla —continúa el guía—. Conserva frescos de la época, uno de los poquísimos ejemplos de arte cruzado que han llegado hasta nosotros.
La capilla es amplia, austera y sólida, de una sola nave. Junto a uno de los muros hay un sencillo púlpito de piedra.
—¡Pero mira los techos! —dice el viajero—. ¡Se conserva todo!
El guía sonríe.
Dos horas más tarde suben al coche.
—¡Vamos a comer! —dice el conductor, agotando sus conocimientos de castellano. Se alejan de la fortaleza, el viajero mira hacia atrás. El coche bordea el barranco, asciende y se detiene junto a un bar de aspecto humilde. Guía y conductor se apean.
—No me jodas que es aquí —dice el amigo del viajero. La casa de comidas está en lo alto, frente al castillo. Desde allí se observa, coronando el promontorio tapizado de hierba, a unos pocos metros: los cuatro arcos del puente de acceso, la doble línea de murallas y las torres circulares que parecen brotar orgánicamente de ellas. Todo blanco como la nieve.
—¡Qué vistas!
—¡Vamos a comer! —repite el conductor.
—La mesa es la del ventanal —dice el guía, riendo—; podréis verlo mientras comemos.
Efectivamente, se sientan junto a una amplia cristalera hasta el suelo que permite contemplar el castillo.
—¡Qué lujo de sitio! —exclama entusiasmado el amigo del viajero.
—Era lo que queríais, ¿no? —dice el guía—: ni tiendas, ni espectáculos para turistas: los mejores restaurantes.
—¿La comida es buena? —pregunta el viajero. Teme que las vistas sean el único atractivo del lugar. El guía se limita a sonreír. Acto seguido, un muchacho coloca una fuente en el centro de la mesa: tomates, pimientos, zanahorias, pepinos y cebolletas. Todo crudo. Una rama de hierbabuena, cuatro cuchillos y un salero. El viajero y su amigo se miran; el guía y el conductor toman sendos pimientos, los abren en dos, los salan y comen. Cuando el viajero y su amigo se disponen a imitarles, el camarero vuelve con seis platillos: pepinos, guindillas y coliflor encurtidos; ensalada de berenjena, ensalada de patata y unos pedazos de tubérculo rojizos, como si los hubieran macerado en agua de remolacha. Antes de haber podido probarlo todo, otros seis platos: aceitunas, humus, mutabal y otras cremas que no reconocen; minutos después, berenjenas y calabacines asados, otra crema y una especie de pipirrana.
—¿Esperamos a alguien? —bromea el amigo del viajero.
Los sabores empiezan a mezclarse: el gusto a sésamo del mutabal, el picante de las guindillas, el comino refrescante de las ensaladas, el calabacín dulce, las aceitunas amargas; el viajero y su amigo se ofrecen pedazos de pan de pita untados con una y otra crema.
—¿Has probado esta?
—La coliflor está de muerte.
—Pásame la ensalada de patata.
Vuelve el camarero con una inmensa fuente de pollo a la brasa. Es necesario superponer los platos para hacerle sitio. El viajero y su amigo empiezan a preocuparse.
—Oye… Esto es muchísimo.
Conductor y guía comen sin tregua, pantagruélicamente, mojando la carne en una fortísima salsa de ajo. La piel del pollo sabe a leña, tomillo y romero; la carne, jugosa, al misterioso macerado que, les dicen, es secreto de la casa.
Entonces, desde el pasillo que da acceso al pequeño salón acristalado, llega una voz chirriante, entusiástica, atropellada. El guía y el conductor se lanzan sonrisas de complicidad.
—Es el dueño —dice el guía.
Un hombre fornido, de hombros anchos y potentes, atraviesa el arco de entrada y se acerca a ellos, sin dejar de gritar no se sabe a quién. Tiene la cara amplia y los rasgos abultados, agresivos. Lleva un jersey de angora color fucsia y la cejas finísimas, negras como el azabache, depiladas, sobre dos enormes protuberancias desnudas. Le brilla la piel tersa, muy morena. Cambia veloces palabras árabes con el guía, que suenan extrañas en su voz aguda y chillona, y se dirige a los visitantes en español:
—¿La comida les gusta?
—Mucho. Está todo exquisito, gracias.
—¿Y el castillo? ¡El Crac de los Caballeros, el castillo más bonito del mundo! —alza los ojos y mueve los brazos con afectación exagerada.
—Es impresionante. Y las vistas desde aquí… ¡Esto es único!
Acepta el piropo inclinando la cabeza.
—¿Les gusta Siria?
El viajero y su amigo no encuentran palabras.
—Buf… Muchísimo.
El dueño sonríe llevándose ambas manos al corazón.
—Esta es su casa —dice. Y se aleja redoblando el griterío.
—Qué amable —dice el amigo del viajero.
—¿Hay hombres así en España? —pregunta el guía con un muslo de pollo en la mano.
—¿Cómo? —pregunta el viajero.
—Pues… Así; hombres que quieren parecer mujeres.
—¡Ah! Sí, claro.
El guía queda pensativo un instante.
—En Siria habrá… —dice— tres o cuatro.
Continuará… Si quieres que te avise (gratis, por supuesto) cuando publique el siguiente relato,
deja tu dirección de correo electrónico en este enlace, donde dice «Forma parte de esto».
Y no olvides visitar la bandeja de correo no deseado, porque es posible que los mensajes se almacenen allí.

Si te ha gustado este viaje al Crac de los Caballeros, te gustarán:
Gracias por participar, hacer vivir y sentir un viaje, en tiempos y espacios ambientes, interiores, exteriores, personales, entraña e historia humana, que se hacen necesarios conocer… que permites conocer…desde el aquí el ahora…
Me encanto, son lugares fantásticos
Gracias. Espero que los demás también te gusten.
Recuerdo el Crac de los Caballeros. Hace unos años visité Siria. Me gustó.
Suerte la tuya, entonces.
Fantástico tu relato y además me ha despertado la curiosidad. ¿Cuándo dejarán de martirizar a Siria? Tengo ganas de visitar ese gran país. Me das envidia, pero de la buena.
Esa es una buena pregunta, María. Espero que muy pronto…
Espero los siguientes relatos…gracias y buen día