Por una carretera estrechísima, sobre el mar, el coche de los viajeros se cruza con un autobús. Campos, al volante, acerca el morro del vehículo hasta casi rozar el muro de piedra que los encajona, el autobús apura todo lo que puede hacia la izquierda, Campos endereza y los dos avanzan despacio, a cinco centímetros el uno del otro.
—Por los pelos —dice José María.
Avanzan por la Costa Amalfitana hacia Maiori. El arcén se ensancha a lo largo de unos pocos metros, junto a un hotel. Dejan el coche, estiran las piernas y se aproximan al establecimiento en pos del primer café de la mañana. Al hotel se accede por la planta superior, al nivel de la carretera; desciende luego, piso a piso, a lo largo del acantilado, hasta una pequeña cala de arena blanquecina y aguas transparentes. Algunos huéspedes toman el sol en ella sobre hamacas. El cielo está despejado, hay una luz límpida e intensa. A lo lejos, al otro lado del golfo de Salerno, intuyen la zona en que se encuentra la torre donde están alojados.
—Dicen que la cafetería aún está cerrada —comenta don Miguel—. Es pronto.
—Seguimos entones —dice Campos—; nos tomamos el café en Maiori.
Y allí lo toman, en una terraza frente al mar, para proseguir inmediatamente hacia Ravello. Campos conduce despacio, diestro y seguro, por las endiabladas carreteras en ascenso. Los habitantes de la Costa Amalfitana han moldeado el paisaje durante siglos, construyendo terrazas en las laderas para cultivar la vid y los enormes limones con que se elabora el limoncello. Tardan media hora en recorrer los diez kilómetros que separan Maiori de su destino, donde es imposible aparcar; no hay espacio para los coches en las escarpaduras de la Costa Amalfitana. Dejan el suyo fuera de la población, sobre el escueto arcén, y suben la cuesta hasta Ravello, bajo un sol que empieza a mostrarse riguroso.
El duomo de Ravello tiene soberbias puertas en bronce del siglo XII. Dentro, un púlpito del XIII, blanquísimo, cubierto de vistosos mosaicos, sobre seis columnas que reposan en sendos leones de mármol. Tras una anciana reja, una ampolla con la sangre de san Pantaleón que se licúa el día de su festividad. Cerca está Villa Rufolo, mencionada por Boccaccio en el Decamerón, cuyos jardines, les dicen, inspiraron a Wagner.
Hay tiendas caras en Ravello. De ropa, de artesanía, de vinos y licores. Miran los escaparates mientras pasean, compran agua y continúan ascendiendo hacia Villa Cimbrone, en lo más alto de la población. Es un capricho en que se mezclan elementos del arte gótico, veneciano y musulmán. Cerca de la entrada hay unos azulejos con la frase «humani nil a me alienum puto, «nada de lo humano me es ajeno». Recorren el claustro y bajan a la «cripta» abovedada, abierta al mar; toman la Vía de la Inmensidad hasta la Terraza del Infinito, donde se detienen ante la panorámica sobrecogedora: la imponente caída vertical, el perfil sinuoso y escarpado de la Costa Amalfitana a derecha e izquierda y el mar terso, añil, hasta el horizonte.
—Qué maravilla.
—Espectacular.
—Impresionante.
Dos mujeres con bolsos de Chanel, apoyadas en la baranda, se fotografían poniendo morritos. Los viajeros posan también ante la cámara.
—Así, así, como un… héroe crepuscular —dice José María.
Vuelven atravesando los grandes jardines, pasan por un quiosco de aire nazarí que deja regusto a impostura, junto a una copia del David de Donatello entre hortensias. Y descienden las calles en silencio, hacia el coche. Ravello, encaramado desde la Edad Media en lo más alto e inaccesible de la Costa Amalfitana. La paz de las alturas entre las estridencias de Villa Cimbrone. Sangre de santo y bolsos de Chanel.
Una hora y media más tarde llegan a Amalfi. Campos se acerca al responsable de una empresa de alquiler de barcos. Sabe pilotar y quiere reservar uno para navegar hasta la isla de Capri otro día.
—¿Qué te ha dicho? —pregunta don Miguel.
—Que en media hora me manda toda la información por e-mail. Domenico, se llama.
Se detienen a comer en un restaurante que les da buena espina. Tiene una preciosa terraza sobre el mar. Piden cuatro panini de atún, lechuga, tomate, bresaola, sabrosos y refrescantes. Les traen después cuatro vasitos de limoncello.
—Oye, está buenísimo —dice Campos.
—Huele a limón natural —dice José María.
—Y no es nada empalagoso —dice don Miguel, que deplora los licores dulces—. Tiene un toque amargo exquisito.
Preguntan al camarero dónde pueden comprarlo.
—Es casero —les dice—; nos lo vende un señor que vive a unos veinte kilómetros. Pero es difícil llegar…
—¿Y no puede vendernos usted unas botellas? —pregunta el viajero.
—No tengo suficiente, lo siento.
Fuman dando cortísimos tragos al limoncello y salen del restaurante en dirección a la plaza. Hay un panel de azulejos con un mapa del Mediterráneo oriental que anuncia: «Contra hostes fidei semper pugnavit Amalphis», «Amalfi siempre ha luchado contra los enemigos de la fe».
La plaza es pequeña e irregular, llena de tiendas de helados y limoncello. Una escalinata empinada conduce al duomo, colorido, aire toscano, por detrás del cual asoma el relieve ascendente. Suben y recorren el interior, de un barroco majestuoso. Al salir, una chica contempla la panorámica, de espaldas a ellos, ante uno de los arcos ojivales del pórtico. El sol descendente golpea de lleno la fachada, difuminando los contornos de la mujer. Campos toma una fotografía con el móvil y, justo en ese momento, ella se da la vuelta.
—Perdona —dice Campos—. Me ha parecido una imagen bonita. Mira.
—Es muy bonita, sí —dice ella en buen español—. ¿Te importa enviármela?
Es una mujer joven, guapa y simpática que les pregunta por su viaje y les indica dónde comprar el mejor limoncello del mundo.
Unas horas más tarde ponen la mesa al aire libre, sobre la terraza que da acceso al torreón. La señora del supermercado en que se han detenido a comprar algo de leche y agua les ha explicado las excelencias de los quesos y los embutidos de la zona tan amablemente, en lento italiano, que han decidido prepararse una cena fría. Acompañada de la estupenda botella de vino que Campos —siempre generoso y previsor— trajo desde España. La descorchan con ceremonia, sirven, catan y brindan. El merecido descanso del buen viajero.
—¿Mañana qué toca? —dice Campos.
—Paliza —dice José María—. Cruzamos al otro lado del país para visitar Castel del Monte, Alberobello y Matera. Siete horas de coche, en total, no nos las quita nadie.
Y vuelven a brindar por el éxito de la aventura y vuelven a beber del vino delicioso.
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De entrada, me llamó la atención el título anterior y me pregunté: ¿qué relación tendrá «Limonchello, sangre de santo y Chanel»?
Para hacerme la idea y entender la analogía, busqué los lugares citados y ¡wow, los lugares son magníficos! Las calles, su arquitectura, la belleza de su flora, el mar… su magestuosidad.
Y al fin comprendí. «La paz de las alturas entre las estridencias de Villa Cimbrone. Sangre de santo y bolsos de Chanel», junto al dulzor de un buen limoncello… encantador.
¿Se viene la isla de Capri en el siguiente relato? Y ¿podremos ver la fotografía de los viajeros posando como héroes crepusculares en la Terraza del Infinito?
Por supuesto, gracias por compartir generosamente la experiencia de tus viajes.
¡Saludos emotivos desde los confines del mundo!
¿Quién sabe lo que ocurrirá en el próximo relato? A los viajeros les pasa de todo… Gracias por un comentario tan amable. ¡Saludos!
Preciosos recuerdos, presentes gracias a tu bonito y veridico relato. Solo una cosa genera mas interes que conocer el proximo capitulo, y es conocer el proximo destino!!
No tengo ni idea de cuál será el próximo destino… Pero seguro que es interesante. ¡Gracias!
La costa Amalfitana, un lugar que, sin duda, inspira a escribir aunque me temo que su geografía escasa y difícil y el turismo masivo deben de hacer del lugar un sitio complicado para disfrutarlo.
Tienes toda la razón, Luis: no es fácil disfrutarlo.
He tenido la oportunidad de viajar maravillosamente junto a tus relatos….Felicitaciones Eduardo..
Muchas gracias, Joe. Un placer, ya sabes.
¡Hey! Muchas gracias por este viaje maravilloso, has hecho que mire otros lugares y sepa de ellos, gracias por compartirlo.
¡De nada!