—¡Ahora, ahora! —dice Campos, al volante. Y José María, en el asiento del copiloto, dispara el flash de su móvil a través del cristal del coche. El hombre que les adelanta, muy por encima del límite de velocidad, frena al instante pensando que le ha cazado un radar de carretera. Campos y José María estallan en carcajadas. Hace doce horas que salieron de casa, en el golfo de Salerno, hacia el Castel del Monte, al otro lado de la península. Es noche cerrada, están cansados de conducir y se entretienen como pueden.
El viajero, en el asiento de atrás, repasa mentalmente la jornada. A las diez tomaban un autobús para ascender la colina, cubierta de pinos, hasta el Castel del Monte. Campos trasteaba con el móvil.
—Domenico no me ha mandado aún la información del barco —dijo—. Dice que no me preocupe, que tiene muchos. ¡Nos ha jodío! ¡Pero quiero las características y formalizar la reserva, Domenico!
—Se me escapan los artículos determinados —decía el viajero—. Tienen il para masculino singular, i para el plural, la y le en femenino… Pero luego están también lo y gli… Tengo que enterarme.
—Depende de cómo empiece la siguiente palabra —dijo en español un señor italiano sentado cerca de ellos—. Il panino, i panini; pero lo gnocco, gli gnocchi.
—Lo stadio, gli stadi —dijo una señora. Los viajeros se volvieron hacia ella.
—La pizza, le pizze —dijo otra.
Y entre todos, unos en español, otros en lento italiano, les explicaban y proponían ejemplos.
—Da gusto con esta gente —susurró José María—. Qué agradables.
El autobús se detuvo, dijeron adiós a sus improvisados profesores y tomaron el corto sendero hacia el Castel del Monte, sólido, en lo más alto, sillares dorados contra el cielo azul. No habían tenido tiempo de leer gran cosa sobre el edificio y les sorprendió su rara estructura: planta octogonal con un patio en el centro y torres en cada vértice, igualmente octogonales. Recorrían las salas desnudas entre torre y torre.
—Es de la primera mitad del XIII —dijo don Miguel—. ¿Qué función tendría? Para defensa no sirve.
—Y sería muy incómodo como residencia —dijo el viajero—. Para ir de esta habitación a la opuesta hay que recorrer la mitad del perímetro y pasar por otras tres.
—Qué curioso…
Los accesos entre una estancia y otra estaban enmarcados por robustas molduras de piedra rojiza, granulada. Salieron al patio y vieron sobre sus cabezas un trozo de cielo perfectamente octogonal. Había una mesa a la salida con libros sobre el Castel del Monte en varios idiomas. En ellos se lo relacionaba con la Capilla Palatina de Aquisgrán, la catedral de Notre Dame en París, la Cúpula de la Roca en Jerusalén, la gran pirámide de Guiza, los templarios… Numerología, astrología, esoterismo…
—¡Buf! —resopló don Miguel.
—¡Ahora, ahora! —repite Campos. Y, después del flash, el ataque de risa nerviosa, de la que empieza a contagiarse el viajero.
En Alberobello, después de comprar unos panini y comerlos sentados sobre la escalinata de la iglesia, se perdieron por entre los trulli, pequeñas casas encaladas con techos cónicos de piedra negruzca, como graciosos sombreros. Caminaron por las callejuelas estrechas, soleadas, fijándose en los signos dibujados en blanco sobre las cubiertas de los trulli: un sol, una cruz, un corazón asaeteado.
—Es de cuento, macho.
—Sí, parece un pueblo de duendecillos.
—Viene uno a doscientos por hora —dice Campos—. Prepárate.
Y José María coloca el móvil en posición.
—¡Ahora, dale!
Llegaron a Matera cuando el sol ya declinaba y una luz rojiza teñía los sassi, antiguas viviendas excavadas, unas sobre otras, en la ladera de un promontorio. La panorámica les resultó vagamente familiar. El viajero descubrió en un folleto el porqué: allí se habían rodado muchas de las escenas exteriores de La Pasión de Cristo. Frente a las casas, al otro lado de un barranco escarpado y profundo, estaba el monte rocoso, pelado, que había hecho las veces de Gólgota en la película. Visitaron algunas iglesias también rupestres que, a pesar de su antigüedad, conservaban estupendos frescos, y se sentaron, puesto ya el sol, a aliviar el cansancio con café.
—Sirven pasta a la Mel Gibson —comentó don Miguel ojeando la carta—. Que no falte.
Campos y José María se carcajean descontrolados, como adolescentes bromeando en clase. El último conductor ha frenado en seco llevándose las manos a la cabeza. La risa se les atasca entre dientes, se condensa, se ahogan.
—¡Se ha acojonao, se ha acojonao! —logra decir José María. Campos intenta responder, pero emite solo mugidos entrecortados. El viajero se retuerce también de risa y don Miguel mueve ya el bigote, incapaz de contenerla.
Continuará…
Para saber quién es Domenico (personaje clave de esta historia), has de leer el capítulo anterior.
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Si te ha gustado este viaje a Castel del Monte, Alberobello y Matera, te gustarán:
fiel a la realidad, no cabe duda, inmejorablemente relatado, pero con la misma pizca defectuosa habitual; se hace breve amigo, quedamos con ganas de mas.
¡Jajaja! Mejor eso que lo contrario, Miguel; habrá ocasiones para extenderse más. ¡Gracias!
Un viaje interesante, sin duda, aunque creo que pasas demasiado deprisa sobre los sitios. Imagino que no quieres extenderte por temor a que el lector se canse pero si es relato es entretenido, llegará al final.
Saludos y gracias siempre por compartir.
Feliz Navidad.
¡Gracias! Cuando me planteé escribir estos relatos, decidí que lo haría así, no narrando el viaje pormenorizadamente sino deteniéndome en un momento determinado, en una anécdota… Me apetecía hacer cosas muy breves, muy concentradas. ¡Feliz Navidad!