Sobre la mesa hay cascarones de huevo de gallina y de pato, cuchillas y un bol con una sustancia negra, densa y pegajosa similar al betún.
—Es laca —dice el guía.
Una mujer toma pequeños trozos de cáscara de huevo y los pone delicadamente sobre un cuenco cubierto de laca que sostiene en su mano izquierda. Con una especie de punzón da cuidadosos golpes sobre la cáscara, que se divide en pequeñísimos fragmentos adheridos a la superficie. Aprovechando las distintas tonalidades de los cascarones (más o menos grisáceos, amarillentos, beis), la mujer crea sutiles contrastes cromáticos. El resultado, que puede admirarse en algunas piezas ya concluidas, es primoroso: un tupido mosaico de milimétricas teselas sobre la fina telaraña azabache.
—Qué laborioso —dice el viajero.
—Mucho —contesta el guía—. Hay que dar varias manos de laca y dejar que se sequen. Luego, sobre la última, se pone la cáscara de huevo.
En los soportales del patio contiguo, hombres y mujeres elaboran con bambú las estructuras de unas sombrillas cuyos bastones de madera se trabajan allí mismo en viejos tornos. Después las cubren de tela blanca y las despliegan al sol sobre el césped del patio. Tras él, en el interior de una nave, se ocupan de la seda. Hay una fila de ollas al fuego donde se cuecen los capullos. Las mujeres extraen el hilo y lo van colocando en madejas sobre pañuelos estirados. Luego están las que tiñen y las que tejen, y las que confeccionan exquisitas blusas de estilo oriental, bellísima caída, delicado fulgor e infinitos matices tonales. El viajero, ilusionadísimo, elige una para su amiga.
—Le va a encantar —dice.
En otra zona del complejo artesanal hay una plantación de orquídeas, brillantes, de mil colores, carnosas como frutos. Las flores se recolectan, se lacan para su perfecta conservación, se ribetean con oro y se ensartan en collares.
—Un poco hortera para nosotros —dice el amigo del viajero—, pero muy vistoso.
—Y muy barato —dice el viajero—. Todo es muy barato.
—Estás en Tailandia… —dice el guía.
—Aún así —responde el viajero—. ¿Cuánto gana esta gente?
—Depende de lo que vendan, porque es una cooperativa. Pero trabajan muy bien, así que ganan dinero.
El viajero y su amigo se miran y asienten. Todo les parece hermoso y digno allí.
Una hora después llegan al campamento de elefantes. En un redil, una hembra come tranquilamente junto a su cría, que apenas mide un metro hasta la cruz. El viajero se acerca emocionado, el pequeño animal se aproxima a él, toma su mano con la trompa, se la mete en la boca y comienza a succionar.
—¡Mi mano es su chupete!
El viajero le acaricia la frente y vuelve con el guía y su amigo, que esperan junto a un enorme elefante ensillado.
—¿Habéis montado alguna vez en elefante? —dice el guía.
—No.
Minutos después, cruzan el ancho río a lomos del animal. Nada más alcanzar la otra orilla, este se detiene, alza la trompa hacia atrás y la coloca frente a la mochila que el viajero lleva sobre las piernas. El hombre que dirige al elefante, sentado sobre su cuello, le anima a avanzar, pero este se niega cabeceando, sin dejar de husmear con la trompa. El hombre le sacude un fuerte golpe en lo alto de la cabeza con su bastón. El viajero y su amigo se estremecen, pero al animal apenas parece haberle hecho cosquillas, porque continúa impasible, cabeceando y husmeando. El viajero sospecha lo que ocurre. Abre su mochila y saca de ella media docena de plátanos que ha comprado por la mañana. El elefante se los arrebata con la trompa, los engulle y echa a andar.
Dan un corto paseo por la selva, caminos trillados de los que huyen los animales, y vuelven al campamento. Algunos elefantes se bañan en el río frotados por sus cuidadores. De vez en cuando, uno suelta un copioso chorro de agua por la trompa, hacia arriba. Entonces comienza el espectáculo: un elefante hace sonar la armónica, otro golpea un balón de fútbol y otro da brochazos sobre un lienzo, bajo las instrucciones de su entrenador, hasta completar lo que parece un árbol. Los visitantes aplauden sorprendidos.
—Esto es una mamarrachada —dice el amigo del viajero, y ambos se apartan y curiosean por los alrededores del campamento. El viajero distingue algo entre la hierba. Es un cilindro de madera densa y pesada, ahuecado por la parte inferior, con un badajo prendido del lateral mediante un clavo oxidado: un cencerro para elefantes. Lo agita, el badajo golpea contra el cilindro y este emite un sonido profundo, selvático, mullido.
—Ya tengo souvenir —dice guardándolo en su mochila.
El hotel, de corredores abiertos plagados de mosquitos, está en medio de la nada, junto a un lago. Después de la cena, solo pasable, el viajero decide salir a dar una vuelta. Su amigo, cansado de lidiar con los mosquitos, se encierra en la habitación. El viajero camina por una senda entre árboles hacia el grupo de casas y comercios surgido, probablemente, al calor del hotel. Hurga con un palo entre las plantas que hay al borde del camino en busca de algo interesante. Llega hasta la diminuta población, donde cuatro hombres juegan a las cartas frente a lo que parece un bar a punto de echar el cierre. Está oscuro y no encuentra nada que hacer, así que emprende el camino de vuelta. Una muchacha lo recorre en sentido contrario. A medida que se acercan, dirige sus pasos hacia él. A un par de metros se detiene y, con forzada sonrisa, pronuncia en inglés el eufemismo que allí emplean para referirse al comercio sexual:
—Massage?
El viajero declina la oferta con sonrisa igualmente forzada y vuelve al hotel. «La nota amarga del día», piensa.
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CUADERNO DE VIAJES: CHIANG RAI
POESÍA ERÓTICA DE LA ANTIGUA MESOPOTAMIA
La «nota amarga» y muy triste ensombrece la belleza del país.
Desde luego…
Este verano visité Thailandia con unos amigos y tuvimos la fortuna de visitar un santuario de elefantes, cerca de Chiang Mai. Allí los elefantes no se montan. Están libres y la experiencia de bañarnos con ellos en el río fue increíble. Hermosa, feliz, infantil. No conocía Thailandia, me pareció un país bellísimo, delicado y muy potente al mismo tiempo. Y curiosamente y en contra de lo habitual, nadie nos ofreció «massage». Quizá nos vieron a todos demasiado enamorados de Thailandia para romper el encanto. Un saludo y gracias por el blog.
Bonito comentario. Tailandia es otro mundo, como toda aquella zona. Y me alegra que nadie rompiera el encanto. ¡Saludos!