«A comienzos del siglo XIX —lee el viajero—, después de que Bangkok se convirtiera en la capital, el rey Rama I ordenó el traslado de numerosos budas de Tailandia, procedentes de templos en ruinas, a la ciudad. Entre ellos había uno de estuco, sencillo y humilde, que acabó ocupando el también humilde Wat Traimit. En 1955, durante unas obras de reforma en el templo, se procedió a mover la estatua con un grúa. Las cuerdas se rompieron, la estatua cayó, se resquebrajó el estuco y los atónitos operarios descubrieron que, en realidad, estaba hecha de oro».
El viajero y su amigo levantan la vista hacia la estatua. La contemplan en silencio, embelesados. Tres metros y medio de alto, 5.500 kilos de oro puro, pulido como un espejo. Está sentado en la postura del loto, la mano derecha reposando lánguida sobre la pierna para rozar la tierra con la punta de los dedos. Tiene las orejas alargadas hasta la barbilla, los ojos entornados, como mirando más hacia adentro que hacia afuera, y la expresión apacible, delicada sonrisa, perfecta imperturbabilidad. Anatomía esquemática, casi infantil, líneas puras, rectas y curvas suaves, y una llama en lo alto de la cabeza, símbolo de iluminación espiritual. El Buda de Oro refulge como el sol bajo los flashes, deslumbrando, abrasando las fotografías.
—Aquí dice —continúa el viajero— que tiene cientos de años. Parece que en el siglo XV estaba en la ciudad de Ayutthaya, donde su cubrió de estuco para evitar que la robasen los invasores birmanos. Después se perdió el recuerdo de su verdadera naturaleza durante unos doscientos años. Es la estatua de oro más grande del mundo y unos de los más importantes budas de Tailandia.
Después de contemplarla otro rato y de fotografiarla concienzudamente sin flash, abandonan el templo y se orientan con el mapa para acudir a su siguiente destino.
—Hemos empezado por lo más gordo —dice el amigo del viajero—. Ahora nada nos va a impresionar.
Un rato después se encuentran frente a una pradera de césped mullido y recortado, perfecto, que llega hasta un muro blanco cubierto a dos aguas por tejas vidriadas, rojas y verdes. Tras él, tres estupas, airosas estructuras cónicas, completamente dorada la más cercana a ellos, que despuntan por encima de las demás construcciones. Es el Gran Palacio de Bangkok.
El interior resulta apabullante: edificios de cubiertas coloridas y caprichosas que parecen superponerse en varias capas, rematadas de adornos afilados y retorcidos como cuernos de seres fantásticos; estructuras abiertas, otras cerradas por muros profusamente decorados, con incrustaciones de cerámica multicolor y espejo; otras soportaladas, con las pilastras igualmente recubiertas de adornos; estatuas antropomorfas de rostros animalescos, verdes y azules, con grandes colmillos de jabalí curvados hacia arriba y armaduras doradas con volutas en los hombros y las rodillas; balaustradas que terminan en monstruos serpentiformes de cinco cabezas que amenazan con sus fauces de par en par; más estupas envueltas en adornos florales, sostenidas por figuras mitológicas y, donde quiera que se mire, todos los colores imaginables, todos los destellos, todos los matices del oro. El viajero sabe que el complejo ha de tener su lógica, pero prefiere perderse sin más.
En uno de los edificios se encuentra el Buda de Esmeralda, que en realidad está tallado en un precioso jade de color verde. Es pequeño (no llega al metro de altura) y reposa en una especie de baldaquino sobre un gran pedestal en forma de pirámide, profusamente ornamentado, como todo. Las paredes del templo están cubiertas de escenas mitológicas.
—La guía —comenta el viajero— dice que data como mínimo del siglo XV. Ha pasado por Chiang Rai y Chiang Mai, por Lampang, por Laos, Camboya, Birmania… Rama I lo trasladó aquí en 1784. Sus vestiduras son de oro. Es otro de los principales budas de Tailandia.
Al salir del templo, diluvia.
—¿Aquí siempre llueve a esta hora? —dice el amigo del viajero.
—Corre. Es por allí.
Unos minutos más tarde, empapados, entran en Wat Pho, donde les recibe el gigantesco buda reclinado, quince metros de alto, 46 de largo, cubierto de pan de oro y rodeado de 108 vasijas para recoger las ofrendas. El viajero y su amigo pasean a lo largo de la estatua, alzando los ojos, contemplándola y fotografiándola desde ángulos diversos. El buda recoge la escasa luz del interior del templo y la devuelve multiplicada, como una lámpara gigante. Llegan junto a los pies, sobre cuyas plantas, de cinco por tres metros cada una, están representados los 108 símbolos de Buda en madreperla. Deshacen el camino lentamente hacia el rostro de la estatua, los ojos siempre en alto, se detienen, contemplan maravillados sin prisa y continúan por la otra sección del templo, compuesta de galerías que contienen otras 394 imágenes, la mayor colección de budas de Tailandia.
Una hora después, abandonan el recinto del Gran Palacio y se adentran en las calles adyacentes. Caminan embobados, sin mirar, sin ver.
—Increíble, ¿no? —dice por fin el viajero.
—Acojonante —dice su amigo—. Y nos creíamos que con el Buda de Oro lo habíamos visto todo…
—Es como un cuento de hadas. Un laberinto, colores, oro por todas partes, monstruos, cientos de estupas apuntando al cielo… Como un sueño.
Cerca del hotel, anocheciendo, pasan junto a una fila de tenderetes en los que se venden frutas y otras viandas. Se detienen frente a uno de ellos, que ofrece enormes escorpiones negros ensartados en brochetas de madera, fritos; gusanos, saltamontes, escarabajos grandes como cajetillas de tabaco que se venden por unidades…
—¡Qué bien! —dice el viajero— Habrá que probarlo, ¿no?
—Cuando volvamos del viaje por el norte —dice su amigo—. Ya tenemos el estómago bastante jodido.
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