El viajero y su amigo cruzan la puerta de la medina. Al otro lado, la mitad trasera del tiburón sigue colgando de un gancho sobre la cabeza del pescadero. Se adentran en las callejuelas; el amigo del viajero las conoce bien y sabe perderse en la medina.
—¡Mira, un estanco! —dice de pronto.
Junto a una esquina, sentado en un taburete, hay un anciano de cejas muy pobladas, grises, que se descuelgan tapándole los ojos. Lleva puesta la capucha de su chilaba granate, se apoya tranquilamente en un bastón de caña. Tiene las manos nudosas; su vista parece descansar en algún punto lejano. Frente a él, sobre un viejísimo cajón de madera, muestra su exigua mercancía: un cartón de Winston.
—Sí señor —dice el amigo del viajero—. «¿Qué vende usted?» «¿Yo? Un cartón de Winston». Pero Winston con ge: Güiston.
Se ríe con su risa infantil, guasona y contagiosa, mientras camina repitiendo «Güiston», con la ese aspirada, de vez en cuando.
La Madrasa de Ben Yusef, centro de estudios coránicos durante siglos, parece más bien un palacio. Yesos, estucos y cerámica cubiertos de decoración geométrica y vegetal, profusa, delicada. El patio de las abluciones, estanque rectangular en el centro, zócalo de azulejería multicolor, arcos y arabescos, luz potente y diáfana, embelesa. En la sala de oración hay altas ventanas con celosías, artesonado de cedro y un mihrab enmarcado por piñas en yeso que sobresalen del plano del muro. El viajero y su amigo admiran el mocárabe de la cúpula, se detienen en las dependencias de los estudiantes, vuelven siempre al patio. Por todas partes el laberinto especular de los arabescos, seductor e inquietante; la severa nobleza del cedro, el blanco, el marrón y la luz cruda.
Vuelven al laberinto vivo de la medina, sucio, rojo y hospitalario. El amigo del viajero lo surca con decisión. El aire comienza a tener un olor desagradable, las calles se cubren con entramados de caña que dejan pasar afilados, abrasadores rayos de sol. Se cruzan con un burro que lleva un montón de pieles curtidas sobre el lomo. El olor comienza a definirse, pútrido y fecal.
—¿A qué huele, macho? ¿Adónde vamos? —dice el viajero.
—¡Esto no es nada! —dice su amigo—. Al barrio de los curtidores.
Un hombre se acerca y les ofrece insistentemente dos manojos de hierbabuena. Los rechazan y continúan. El viajero respira a través del cuello de su camiseta. Súbitamente, se ve ante un lodazal entre casas, explanada cubierta de pequeñas piscinas cuadradas y circulares donde hombres y niños pisotean, como haciendo vino, un légamo que suena denso y pastoso cada vez que una pierna se hunde en él. Alrededor de las piscinas se amontonan las pieles, algunas con restos de carne, envueltas en nubes de moscas. El olor es insoportable, un olor a excremento y carne podrida, extremado por el sofocante calor. El amigo del viajero se carcajea.
—¿Qué te parece? —dice.
—Joder, qué asco.
—Nos ha jodío. Meten ahí las pieles con mierda de paloma y las pisotean y las dejan curtirse. Mírales: ni un pelo tienen en las piernas. Depilación láser… ¡Ja! Te metes ahí un minuto y no te sale un pelo en la puta vida —vuelve a reír—. Pero en la puta vida. Deberíamos montar un negocio.
Una mujer inglesa, rubia, demasiado bien vestida, se aleja de la mano de su improvisado guía local, el rostro descompuesto por las náuseas hundido en un manojo de hierbabuena.
—¿Ves? —dice el amigo del viajero—. Para eso era la hierbabuena. Le va a dar un soponcio a la mujer. Se le rilan las piernas. Quién la manda… ¡Me encanta el barrio de los curtidores!
No tardan en alejarse de allí. Poco a poco, el aire vuelve a hacerse tolerable.
De vuelta en casa, Wasima hace labores con cuero, que tiene el olor, lejano ya, dulcificado, del barrio de los curtidores. La mujer se levanta al momento para ultimar la comida y Hassan les ofrece un vaso de cocacola. Les pregunta qué han visitado y ríe discretamente al escuchar las explicaciones. Al minuto, su esposa trae un tayín de cordero. Llegan las hijas y todos empiezan a comer la carne dulce y fuerte alternándola con pedazos de verdura.
—Pregúntales si conocen la bastela —dice el viajero a su amigo—. He leído que es un plato típico de aquí y que está buenísimo.
El amigo del viajero traduce al francés.
—Dicen que es un pastel de pollo con frutos secos y canela.
—¿No se hace también con pichón? —pregunta el viajero—. Creo que es exquisito.
Su amigo vuelve a traducir, Hassan asiente mientras le escucha.
—Dice que sí. Normalmente lo hacen con pollo, que es más asequible.
Después de la siesta, salen a dar un paseo con Hassan, que va indicando los carteles al viajero para que trate de leerlos. El viajero pronuncia, Hassan le corrige. En una calle apartada, el hombre pide al viajero y a su amigo que esperen y entra en una casa. Sale diez minutos después portando una caja de zapatos. Más adelante, compra aceitunas y hierbabuena para el té. Vuelven a casa, da ambas cosas a Wasima y se sienta junto al viajero. Le entrega, con expresión traviesa, la caja de zapatos y le anima gesticulando a que la abra. El viajero levanta la tapa: dos pichones saltan del interior y caminan extrañados por el patio.
—¡Bastela! —dice Hassan.
El viajero protesta conmovido; Hassan rechaza las quejas, cerrando los ojos, con la mano.
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