—Dicen que las abadías de Escocia son espectaculares.
—¿A cuál vamos primero?
—A la de Jedburgh. Falta poco.
El viajero y su amigo avanzan por una carretera comarcal de la región de los Borders, en las Tierras Bajas de Escocia, cerca ya de Inglaterra. Es un paisaje amable, de suave orografía, con prados donde pastan vacas y ovejas y campos de labor dorados, separados unos de otros por líneas de espeso verdor. Pronto comienza a emerger, en lontananza, la primera de las abadías de Escocia. Detienen el vehículo, dan un trago de leche y se apean. Las ruinas de la iglesia son imponentes. No hay puertas ni techumbre ni vidrieras, solo un grandioso esqueleto de piedra dorada y rojiza atravesado de aire y de luz, sólido. Caminan con reverencia por la nave central.
—Siglo XII. Te cagas.
—Se conserva muy bien.
Tres arcadas superpuestas, desnudas, se elevan hasta enmarcar el cielo. Los arcos son bellísimos, esbeltos y armoniosos, diferentes en cada altura; el triángulo de la cubierta se perfila a ambos extremos de la nave. Suben por unas estrechas escaleras que les colocan sobre el acceso principal, a la altura de la arcada intermedia. La luz está especialmente hermosa y el viajero toma una fotografía. Y pasa lo que pasa siempre: se imaginan esa misma luz a través de los vitrales, coloreando fantásticamente el interior; a los monjes recogidos en oración o trabajando en los campos circundantes, hablando su viejo inglés o su viejo gaélico.
Tras un rato de silencio y contemplación, se dirigen a la abadía de Kelso, peor conservada pero con un formidable aire militar, en piedra gris, rodeada de tumbas. Y después a la de Dryburgh, sobre una verde pradera.
—Todas sufrieron ataques por parte de los ingleses —dice el amigo del viajero.
Se sientan sobre el césped y comen sus sándwiches en silencio, solos. Un par de cuervos los contemplan desde lo alto de las ruinas. El viajero coloca su mochila a modo de almohada, se recuesta y se adormece. Su amigo fuma tranquilo, se tumba también unos minutos.
—Vamos —dice al fin—. Falta lo mejor.
No tardan en llegar a la última abadía, la de Melrose, magnífica piedra rosada, altísimos arcos góticos de espectacular tracería.
—Hay 69 ventanales —dice el amigo del viajero—. El más alto, aquel, mide diecisiete metros.
Hay también docenas de tumbas en torno a las ruinas, con sus lápidas inclinadas, como naufragando lentamente en la tierra húmeda y móvil. Y gárgolas, y dragones, y retratos de santos esculpidos. Se pierden por entre los arcos, acceden al tramo de nave central que permanece en pie, suben a una especie de mirador sobre el transepto y desde allí, en lo más alto de una de las más bellas abadías de Escocia, contemplan el verde y el dorado de las Tierras Bajas.
Se resisten a abandonarla; querrían sentarse en la pradera y dejarse embelesar por el laberinto de líneas y el color cambiante de la piedra y las evocaciones medievales, pero queda un último destino: la Capilla Rosslyn, que, según dice el amigo del viajero, recibe miles de visitantes porque aparece en una famosa novela.
—Hay muchas leyendas —dice—. Que si es un portal a otra dimensión, que si tiene unos extraños relieves con información cifrada, que en ella se tallaron mazorcas de maíz cien años antes de que Colón llegara a América, que en la cripta está el Santo Grial o el tesoro de los Templarios…
Hay otra leyenda, cuidadosamente transmitida entre los jóvenes españoles residentes en Escocia. Cuenta que en el lado sur de la verja que rodea la capilla, detrás de unos arbustos, falta uno de los barrotes, de modo que alguien podría ahorrarse el abultado precio de la entrada y, lo más importante, la larga cola de espera. Esta leyenda resulta ser cierta.
El interior de la capilla está profusamente decorado. Hay un ángel boca abajo, inmovilizado por una gruesa soga, tal vez Lucifer; un esqueleto armado con guadaña junto a la inscripción «Omia mors aequat», «la muerte hace a todos iguales»; otra inscripción latina en lugar destacado: «Forte est vinum, fortior est rex, fortiores sunt mulieres: super omnia vincit veritas», «Fuerte es el vino, más fuerte es el rey, más fuertes son las mujeres: la verdad vence a todos». Y, por todas partes, representaciones del Green Man, de cuya boca abierta brotan elementos vegetales.
Agotados, ya de noche, el viajero y su amigo vuelven a Edimburgo.
—Qué ganas de llegar. Vaya día.
—Sí, nos hemos dado un buen tute —dice el viajero—. Pero ha merecido la pena. Qué ganas tenía de conocer las abadías de Escocia…
—Qué silencio, ¿eh?
—Onírico. Todo el día saltando de ruina en ruina, entre gárgolas, tumbas, misterios que no acaban de entenderse.
—Sí, es una sensación extraña. Parecen más sólidas que el presente, como si las carreteras modernas fueran el sueño y las abadías lo real.
—Espero que estos nos esperen para cenar.
El viajero y su amigo se alojan en casa de unos paisanos suyos que viven en Escocia.
—Y que no se hayan trincado el vino.
—¡Mierda!
—¿Qué?
—Un flashazo. Multa.
—¿Tan rápido vamos?
—Un poco.
—Igual no nos llega…
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¡Qué pasada sería que fuera verdad encontrar una puerta a otra parte del mundo allá!, viajar en el tiempo a través de ella a otra época, etc…(muy complicado sería no «palmarla en el intento» imagino, jajaj…pero, «sería original morir así…si existiera, sería lo que se conoce hipotéticamente como «agujero de gusano», ¿no?
No tengo ni idea de estas cosas, la verdad… Pero no me gusta cómo suena «agujero de gusano».
Hago más caso a este correo…
Fascinante. Una gran felicidad viajar a conocer el pasado, imagino esa sensación de estar 1700 años atras.
Fascinante lo antiguo se hace presente.
¡Gracias!
Gracias por tu generosidad al darnos la posibilidad de viajar y abrir los ojos del corazón a ése tiempo perdido allá lejos en la penumbra de la memoria.
Tu relato me ha hecho viajar por la Escocia de Wallace, la Escocia de las leyendas, las gaitas los clanes y los sueños de libertad. Gracias